Cristian Avecillas: “El apocalipsis se ha ensañado con Guayaquil”.
Este apocalíptico momento que está atravesando nuestro planeta se ha
ensañado con Guayaquil. En la calle donde vivo, murieron Hermán y Carlo. En la
calle de atrás, murieron Víctor y Juana. Y en el parque, Byron; y más allá,
Fabricio. El amigo de mi padre falleció hace una hora. En mi entorno de
conocidos, tengo que hacer el recuento, que es algo macabro y frío. Son 15
personas las que ya no volveré a ver.
En
la publicación en redes sociales que hice
hace unos días narré el Guayaquil de mis pavores. Recién ahora puedo escribir
algo porque desde hace cinco horas no tengo más muertos. A lo largo de este
día: Juan está llorando a su madre; Webster, a su hermana; Jorge, a su primo
James. La calamidad en Guayaquil es innombrable: el cielo cubierto de aves
carroñeras, los barrios llenos de insepultos, las farmacias desabastecidas, los
precios desorbitados. Eso en la ciudad. Pero hacia adentro, en los hogares, la calamidad es hecatombe; por
ejemplo, Juan, mi querido amigo Juan, poeta, ciego, líder, tiene "en el
cuarto de atrás" al cuerpo de su madre, Angery, desde hace tres días,
cubierta de hielo y con dos ventiladores a toda potencia para intentar paliar
la putrefacción, esperando, esperando; hoy me dijo: "nicho ya tenemos y
por fin conseguimos todos los documentos, pero ya no hay ataúdes, ya no hay
ataúdes". Mañana podrá enterrarla. Un ebanista venezolano rompió el sofá
de su casa y con él construirá una caja donde mi amigo Juan pueda enterrar a su
madre.
Hacia adentro, en los hogares, la calamidad es la brutal ira de dios; por
ejemplo Zoila –sola en casa, diabética, sencilla–, todos los días se levanta de
sus lágrimas para buscar a su padre, Armengol López, y llega hasta las puertas
del hospital Abel Gilbert y pregunta, llora, grita, reclama, ruega, y no le
dicen nada. Hace un mes, el 3 de marzo, lo llevó para hacerle una tomografía,
fue atendido por la doctora Jaramillo, y sufrió un derrame. Entonces se desató
la crisis y él se quedó allí adentro y se supone que está allí adentro porque
adentro se quedó, se supone, en el tercer piso, se supone, porque allí lo dejó
Zoila cuando se fue a casa para dormir algo, hace un mes. Cuando volvió al día
siguiente, ya no le permitieron entrar y desde entonces ya no sabe nada, no le
dicen si está vivo o si está muerto. Los guardias no le permiten entrar. Con
razón, pero atentando contra el mínimo derecho de saber si su padre aún está
vivo, allá adentro, o si ya murió y está amontonado en un contenedor encima y
debajo de otros cuerpos.
¡Oh sí! La ira de dios sobre los hogares destruidos en una ciudad
desbordada. Mi tío Kiko me decía el otro día en una llamada virtual: "de los
compañeros universitarios de mi promoción de doctores ya han fallecido quince,
sólo de mi promoción ya han muerto quince, Cristian. Quince". Normalmente las catástrofes nos permiten un espacio para el heroísmo, pero
ésta no: ésta está arrasando con todos, y los héroes, los doctores, uno a uno
van falleciendo. Por ejemplo Nino, el doctor de cabecera de la familia, ya
falleció.
Normalmente las autoridades civiles han logrado más o menos encaminarnos,
ya sea hacia la realización de sus intereses personales o hacia la realización
de nuestros intereses públicos, pero esta vez parece que no hay camino y por
ende las autoridades de la ciudad y del país solo parecen decir: "la
humanidad va a superar esta pandemia, pero lo hará sin nosotros". Lo más paradójico es que Guayaquil debería celebrar en octubre de este año
el bicentenario de su Independencia. Sin embargo, los guayaquileños que
sobrevivan estarán tan agotados de llorar a sus muertos que ya nadie recordará
la libertad que nos confirió el poeta Olmedo, porque cuando todo se trata de
vida o muerte ya no hay idealismo posible, no hay poesía posible, salvo
sobrevivir. Si queda algún guayaquileño, quizás el próximo año no festeje el 201
aniversario de la Independencia de la urbe, sino el Primer aniversario de haber
sobrevivido a esta pandemia, tan ensañada, tan crudelísima, tan mortal sobre
"La perla", el "Guayaquil de mis amores".
*
Solange Rodríguez: “Padre, qué afortunada soy que te hayas muerto
hace un año”.
Padre, moriste
en junio pasado luego de cinco años de soportar el deterioro de una enfermedad
que te dejó sereno y quieto. No pudiste presenciar cómo ya no habría un ritual
sosegado para la muerte. Y tu despedida, ese entonces, tuvo flores, abrazos, el
preciso tiempo de contemplación y ceremonia. Ahora, en Guayaquil nada de eso es
posible, padre amado, porque la civilización perdió toda lógica, toda su
dignidad y raciocinio. No hubiera podido tolerarlo. Hubiera gritado y golpeado.
No hubiera podido dejarte ir sin besar tus manos hermosas y sin saber qué sería
de ti o si llegarías a estar salvo.
Padre, qué
afortunada soy que te hayas muerto hace un año y yo no haya tenido que
identificar tu cuerpo de entre una pila de fundas oscuras sin nombre,
removiendo etiquetas para ver si te encontraba. Qué bueno que nadie te
extravió. Qué suerte he tenido de no haber visto cómo tu cuerpo, tu amado
cuerpo que amaba la belleza, empezaba a descomponerse ante mis ojos. Hubiera
tenido que cubrirte con una sábana de cuadros para no verte o sacarte
avergonzada de la casa. Qué bendecida soy, padre, por no colocarte en un frágil
ataúd de cartón por el que deba dar las gracias o de que seas cenizas, como
jamás quisiste. Qué suerte haberte perdido antes, porque no hubiera sabido
explicar por qué comemos fideos todos los días o por qué salgo ataviada, a
nuestro sol nuclear, con esos lentes de soldadora, los guantes y la capucha.
Padre querido, tal vez nos hubiéramos reído mucho, pero lo más probable es que
lloráramos conmovidos, mirando los ciervos que ahora pasean tranquilos por las
ciudades. Padre mío, el horror hubiera sido intolerable, porque no hubiera
sabido qué decirte, como si fueras un niño pequeño expectante, qué le ha pasado
al mundo previsible en el que confiabas. Gracias, padre de mi sangre, por irte
antes de este tiempo y no expirar en esta tierra incomprensible.
*
Marcela Noriega: “El mundo no podía seguir como estaba”
Hace un año y
medio me mudé a Guayaquil junto a mi pareja, Mauro, después de vivir tres años
en la montaña (Vilcabamba) y un año en la playa (Puerto López). Esos años en la
Naturaleza nos permitieron adentrarnos en otra manera de pensar, sentir y
vivir. Comíamos de nuestro propio huerto y nos hicimos vegetarianos. Cambiamos
hábitos de consumo y formas de divertirnos. Por eso la cuarentena no nos
impacta. Hemos creado juntos seis libros, así como otros productos y
servicios.
Vivo alejada de
las distracciones del mundo. No recuerdo la última vez que fui al cine, a un
bar o a un concierto. Nunca he visto Netflix, no sigo series, juegos ni veo
televisión. Un mes antes de la cuarentena, empecé a hacer ejercicios diarios de
respiración (técnica de Wim Hof) para fortalecer los pulmones y el sistema
inmune.
Mi compañero
empezó, “por evitar contagios de cualquier cosa”, a salir a la calle con
mascarilla cuando nadie más lo hacía. Lo miraban raro. Lo cierto es que
sentíamos cómo cada día aumentaba la densidad de la energía en la calle, tanto
que cuando salíamos, nos sentíamos tan agotados que debíamos dormir algunas
horas para recuperar las fuerzas. Algo oscuro palpitaba en el ambiente. Yo
sentía la muerte en las calles, y en las últimas semanas nos recluimos aún más.
Vimos cómo el evento se iba acercando, hasta que nos rodeó a todos.
Económicamente,
nos ha ido mejor que antes. Sabíamos que el sistema financiero basado en billetes
podía derrumbarse, así que alrededor del 70% de mis ingresos por los talleres
de escritura que hice los últimos meses, los invertí en comprar oro, y en traer
de Alemania una máquina para producir oro coloidal, una tecnología que mi
compañero conoce. Él ya hacía plata coloidal (antiviral), así que desde el
inicio de la emergencia sanitaria las ventas nos aumentaron. Además, una semana
antes de la cuarentena, una persona en Suiza, con quien habíamos hablado para
hacer un libro, nos hizo un giro como adelanto. Sentí eso como una señal de que
algo grande pasaría. La otra señal fue que durante todo un día, en nuestra
ventana se posó una mariposa café. La mariposa vino a decirnos que la
transformación estaba cerca. Al día siguiente, se declaró el toque de queda.
Vivo de cerca
el proceso del despertar espiritual de la humanidad, y he estado trabajando en
esto desde 2013, cuando viví mi propio despertar, y empecé a hacer Talleres de
Introspección. En los últimos años mi mayor trabajo ha consistido (además de hacer
libros) en ofrecer un acompañamiento espiritual a personas que lo requieren, ya
sea en talleres o en sesiones individuales.
Éste es un
período en el que veremos muchas muertes en todo el mundo. Pero la muerte no la
decide un hecho fortuito ni un virus, es una decisión individual tomada de
antemano por el alma. Sin muerte o sin transformación no hay evolución. Sé que
a la mayoría le cuesta –vivir en cuarentena–, pero también sé que el mundo no
podía seguir como estaba.