Por Gabriela Ruiz. / @GabyRuizMx
En entrevista, varios
escritores guayaquileños y residentes del Puerto Principal de Ecuador, narran
en primera voz (VER LINK) cómo enfrentan la epidemia que ha sumido en la tristeza a la
segunda comunidad más poblada del país. ¿Es verdad que sus familiares y amigos
están muriendo en hospitales y casas? Comparten su vida cotidiana en estos
fragmentos de relatos y audios como signo de resistencia ante discursos que
estigmatizan a Guayaquil como una infame desobediente.
Narradores, poetas, periodistas,
artistas audiovisuales, músicos. Les preguntamos cómo se impone la vida frente
a la muerte. Las fotografías y audios de este texto se registraron por los
autores en el toque de queda que se declaró en Ecuador desde el 17 de marzo de
2020.
*
María Paulina Briones: “El olor
putrefacto del Estero y el ruido”
Hice una fila de dos horas en el
supermercado. Debían ser 500 personas delante de mí. Nos rociaron con algún
desinfectante. Además, gel. Dentro, silencio. Nadie le habla a nadie.
¿Legumbres? Se desabastecen rápidamente. Un anciano se coló en la fila. Un pan
y dos jugos. Pagó. Se quedó sentado en un banco mirando a quienes seguían
pagando.
Hoy murió la cardióloga Peggy
Freire. La semana pasada murió mi tío, médico y profesor de la universidad.
Conozco gente que está confinada porque estuvo enferma. Otra gente no tiene
mayores síntomas. Otras se ponen mal muy rápido. Esta mañana pasé por la
farmacia. Llegó la azitromicina. La fila era una eternidad.
Cuando vi el noticiero del mediodía
y escuché que recuperaron 400 cuerpos, y 50 cuerpos más este día, fue algo
devastador. En La
Colectiva, emprendimiento de asociación de editoriales y librerías,
decidimos devolver las cuotas. Las editoriales grandes liberaron contenido y es
positivo, pero para las pequeñas editoriales es un factor que nos destruye. Las
entregas a domicilio bajaron. Los libros no están en las prioridades de la
gente. Temen que los libros estén contaminados.
En Guayaquil, he estado marcada por
el olor putrefacto del Estero y por el ruido. Es parte de mi infancia. Es una
paradoja que ese sea el olor que ahora despiden los cuerpos en las casas, el de
la putrefacción. Y que el silencio sea tan poderoso o se haya impuesto para dar
paso a un único ruido: las sirenas de las ambulancias. Guayaquil ha sido
azotada una vez más por la epidemia y todo lo que ella trae y desnuda: la
inequidad, el miedo, el abandono. Todo esto con la profunda solidaridad que nos
caracteriza. Con cadenas de personas ayudándose. Esta ciudad es muchas cosas
pero es nuestra ciudad. Ha sido terrible sentir el rechazo de otras regiones y
escuchar el estigma que ha caído sobre ella.
*
César Eduardo Galarza: “Las noticias de mi madre y un
dolor en la garganta”
Hace un par de años tuve bronquitis
alérgica y, además, padezco desde hace cinco años psoriasis. Mis defensas
siempre están disparadas. Solía fumar además. La primera semana de cuarentena
presenté síntomas de influenza: fiebre leve, molestias en la garganta, dolor
muscular en las piernas y mucho cansancio. Realicé gárgaras con limón y sal,
tomé paracetamol y dormí mucho esa primera semana.
Evito los carnavales. El fin de
semana anterior al inicio de la cuarentena me sorprendió un aguacero en la
calle. Empecé a tener molestias con los bronquios, además de tos y flema. Hacia
el fin de semana me recuperé bastante y pude acompañar a mamá a realizar
compras.
En la puerta del mercado dejaban
entrar en grupo de 10 personas una vez que otras diez hubieran salido con sus
compras. Ya adentro, las distancias y las precauciones pasaron a segundo plano.
Todos llevábamos una prisa mal disimulada, de esa que obnubila y hace que te
quedes sin adquirir algunas de la cosas que habías pensado. El personal se
esforzaba por mantener los manubrios de los carritos desinfectados, las perchas
llenas, las verduras frescas. Las y los cajeros, en contra de lo usual, estaban
abiertos a conversar y comentar las vivencias del día.
Durante las noches experimentaba
picos de bienestar de pocas horas. El sueño me llega pasada la medianoche. No
temí lo peor pero sí tuve una ligera melancolía que me hizo pensar en mi pasado
reciente y en algunas personas. Tengo dos hijas de 19 y 17 años. Están pasando
la cuarentena junto a su madre, y una sobrina mía. No me he comunicado mucho
con ellas pero trato de conversar con mi ex esposa todos lo días, para estar al
tanto y apoyarnos. Ella vino al día siguiente a visitarme trayendo consigo un
nebulizador y una medicina expectorante.
Anoche circularon dos vídeos, que
hoy censuraron en las redes sociales, en donde se ven decenas de cadáveres, en
el piso, en pasillos, en camas, camillas, bodegas, cuerpos empaquetados. El
hermano mellizo de mi madre había sido diagnosticado de dengue (la otra
pandemia de esta ciudad) y ahora es paciente de Covid-19.
Las noticias que recibe mi madre
confirman todo lo que hemos visto en redes sociales sobre el colapso en los
centros hospitalarios: médicos trabajando a presión, espacios abarrotados,
falta de insumos, capacidad de acción rebasada. Y mucho dolor e incertidumbre.
Mi tío falleció. Acaban de llamar a
mi mami. ¿Puedes creer que alguien en el hospital les pide 600 dólares para los
papeles? El cuerpo de mi tío será procesado y será trasladado por el municipio
hacia un camposanto. Sus allegados deben ir mañana con un papel que les
entregará el IESS para tramitar la partida de defunción. No les costará nada.
Dicen que después de 20 días darán la información de en dónde le sepultarán.
*
Clara Medina Rodríguez: “He
escrito alrededor de media docena de pésames cada día”
Desde el 16 de marzo pasado hasta
el 2 de abril, el viaje más largo que he realizado es hasta la puerta del patio
de mi casa. Allí cada semana recojo los víveres que mi hermana me trae. Me
entrega las compras y se va. En el mismo patio, someto cada uno de los
productos a una prolija limpieza y desinfección antes de llevarlos a la cocina
para almacenarlos. Estoy en total aislamiento, porque esa es la disposición de
las autoridades y porque conmigo vive mi madre anciana, que forma parte de la
población más vulnerable al coronavirus. Redoblo los cuidados.
No salgo para nada. Mis días transcurren
entre algún oficio doméstico, lecturas, escritura, noticieros, llamadas
telefónicas y navegación por redes sociales. En Facebook leo a diario que mis
amigos le dan el adiós a sus padres, a sus tíos, a sus abuelos, a sus primos. A
tanta gente querida. Desde hace más de una semana, he escrito alrededor
de media docena de pésames cada día. Ayer llegué a casi 10. No es que la gente
antes no se muriera. Se moría, sí, pero no tanta al mismo tiempo. Dar un pésame
era una rareza y no una cotidianidad. Hoy mucha gente está de luto en
Guayaquil. La ciudad bullanguera y alegre está silenciosa porque sus habitantes
están enfermos de tristeza.
Marzo, en mi familia, es un mes
festivo. Cumplo años yo, mi mamá y muchos otros familiares. Ha sido,
históricamente, un tiempo de reuniones y celebraciones. Este año los cumpleaños
pasaron sin reuniones y las felicitaciones y abrazos fueron virtuales. Recibo
varias llamadas cada día. Mis hermanos y demás familiares, desde diversas
ciudades del mundo o desde la campiña riosense, me llaman a preguntar cómo
estoy y cómo está mamá. O hablan de forma directa con ella. Es como un ritual
en el que cada uno se reporta para contar cómo ha sido su día.
Uno de mis hermanos está en la
primera línea de fuego. Es médico y está trabajando intensamente en la
emergencia. Me cuenta que varios de sus colegas se han contagiado. Mi mamá
redobla sus oraciones por él y por todos. Mi hermana me dice que ya no quiere
ver noticias, porque la realidad la sobrepasa. Yo trato de ver y de leer todo.
Es difícil guardar la calma, pero
lo intento. Guayaquil es una ciudad de eternos re comienzos. Esta tragedia
supondrá también un renacimiento. Un renacimiento de renovadoras ideas y de
otras formas de convivencia social. Se deben sepultar las grandes desigualdades
y carencias que se han hecho tan dolorosamente visibles con el coronavirus.
*
—¿Dónde está el cronista de
historias sucias de Guayaquil?
— Estoy en Quito. Me quedé atrapado
por la cuarentena. Soy,
como dicen los ocurridos y sueltos de lengua, un “mono” refugiado en las frías
montañas de la capital. El verbo resistir viene bien para describir
este tiempo. No tengo empleo fijo y tampoco sueldo constante. Cuando algunos de
mis amigos se enteraron de mi situación en Quito empezaron a depositarme dinero
vía transferencia electrónica. No pude resistir los efectos de un gesto tan
noble y aflojé, como es natural.
Cuando Santana conoció Cirino
Antonio Gómez, “El Cristo de Guayaquil” describió el embeleso de ese Mesías por
el puerto: “Recorría el cementerio general, la 18, el Camal, los salones de la
calle octava, como El Gema, y algunos cabarets de nombres ridículos (…). Miró
la vida y sus calles. Guayaquil le pareció fascinante, palpó la estúpida y
lacerante realidad de las noches en donde todavía se encontraba de todo. Putas,
locos, delincuentes y mendigos lo conocieron, lo trataron y lo educaron. La
vida se le reveló como una suerte de alucinante fantasía donde todo se
conseguía con dinero. El espíritu de comerciante se le fue pegando a la piel y
descubrió que todo tiene un precio, incluso la dignidad, sobre todo la de los
pobres y miserables; esos con los que compartió vida y penurias; esos para los
que vino Cristo.”
Santana usa una metáfora para
explicar la ciudad: “Guayaquil se viste bonito. Se pone todas las luces. Se
pone bella y perfecta. Pero tiene un gran problema. Tiene el dedo del pie
podrido. Se pone zapatos hermosos y tapa la podredumbre. Nadie la ve. Pero el
dedo está podrido. Y entonces empieza a pudrirse todo el cuerpo. Una ciudad que
está podrida por dentro pero que tiene ropajes bonitos por fuera”.
*
Creo que estoy en la etapa de
aceptación. Puede ser que minimice las cosas. La primera semana fue para mí de
terror y de angustia. El día en que caí en cuenta que me iba a quedar sola con
el silencio de mis pensamientos, lloré mucho. Varios días. Tampoco provocaba
salir.
Me agarraba un pánico por tocar
cualquier cosa. Ni a mi jardín iba por miedo de que los niños hubieran tocado
mi puerta o pisado algo de saliva. Empecé algo que hago solo cuando viajo: un
diario. Lo es después de todo, un viaje. Me vino en francés. Hasta ahora no
había puesto palabras en español. ¿Cómo llamarlo? ¿Confinamiento? ¿Espacio
vacío? ¿Tiempo a salvo?
Intento no opinar en público. Sé que
hay gente que sufre. Amigos han perdido a seres queridos. Me agarra la angustia
de que esto no acabe nunca, de que no vuelva a verlo, de que no vuelva a comer
cangrejo, y que bailar sea solo un recuerdo.
El primer domingo, tomé mi
bicicleta y pedalee sin rumbo. El miedo, igual. Me crucé con una patrulla.
Nada. Fui hasta La Atarazana. No lo volveré a hacer. Fue mi pequeño acto de
rebeldía hacia la inmovilidad.
Poco a poco vuelvo a salir al
jardín. Fumo un cigarrillo en la hamaca. Riego las plantas y entro después de
cambiarme los zapatos. Mi día está hecho de reuniones cibernéticas, de horas y
de hojas de traducción. Vuelvo a aprender a cocinar. No he podido escribir nada
mío. Traducir Historia sucia de Guayaquil (2012) es un refugio. Habla de un
Guayaquil que conozco pero parece que el pasado es más cercano a lo que conozco
que al presente. Cuando quiero escapar leo El síndrome de Ulises y me escapo
hacia París.
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