miércoles, 5 de febrero de 2020

Stefan Zweig hace una reseña de Peter Camenzind, de Hermann Hesse

UNA NOVELA DE HERMANN HESSE 

Stefan Zweig 

Resultado de imagen para Peter CamenzindEs un libro hermoso y apacible este que quiero comentar. De muchos modos podría describirse su estilo suave, afable y fielmente alemán; podría decirse que es como una nube blanca que recorre suavemente su piadoso camino, como el tañido de una campana al atardecer o como una honesta plegaria. Hay muchas cosas dulces y misteriosas en la vida que nos asaltan de la misma forma. Pero estas comparaciones sólo intentarían enunciar algo inconcebible, algo demasiado único o conmovedor que flota entre el cielo y la tierra, perteneciendo a ambos y a ninguno a la vez. Esta hermosa obra es ingenua en el sentido más sonoro, pero es, al mismo tiempo, tan sensible de oído y sabia, tan dura y suave a la vez. Un destino se alza aquí con fuerza y vuelve a decaer sin poder abarcar la vida a lo grande, la vida brutal y multicolor; sin embargo, ese destino está colmado de toda la fuerza telúrica, embebida de su aroma más profundo. Hacía mucho tiempo que no teníamos un libro que hablase tan poco de acontecimientos y [haya] aprendido tan infinitamente de la vida. 

Y ese libro se titula Peter Camenzind (Berlín, S. Fischer, 1904) y es de Hermann Hesse. Los más exquisitos adoran su estilo y una obrita aparecida bajo seudónimo, Hermann Lauscher, y lo hacen de un modo tan íntimo y callado, como sólo se valoran las obras de arte más selectas. Ya sabían desde hace mucho que él es, en Alemania, uno de nuestros mejores escritores. Ahora, Hesse pasa a ser conocido de muchos, y les entrega la historia de un chico campesino, un mozo duro y musculoso pero que lleva sobre los hombros la meditabunda cabeza de soñador del propio Hermann Hesse. Y he ahí su carácter trágico: alguien como él no consigue orientarse en la vida. No en lo externo, pero sí, quizás, en su interior. En lo externo hay demasiadas líneas torcidas entre él y los hombres: timidez, mala suerte, tosquedad, desasosiego, acritud, y todo eso le impide acercarse a los resbaladizos y dóciles burgueses cosmopolitas. En su interior, sin embargo, este joven abarca maravillosamente la vida: con su paso lento y sus suaves cavilaciones, concluye allí donde Spinoza, con esfuerzo more geometrico, había marcado, con trazo firme de compás, su sabiduría, en el más puro y bondadoso amor universal y en el suave fervor de los grandes amantes. Una auténtica ventisca de pureza corre sobre este último capítulo en las montañas, donde todo se aclara y reconcilia. 
En este libro también se habla del amor. Cuando ese amor, sin embargo, se dirige a las mujeres, el final es siempre tragicómico y elegiaco. Pero cuando se dirige a los desdichados, se vuelve maravillosamente puro y piadoso; y cuando abarca la naturaleza, su rumor es como un coral en el que coinciden fraternalmente todas las voces de la vida. Este amor del universo es para mí lo más entrañable e imperecedero en esta obra de Hermann Hesse. Desde el punto de vista técnico, sin embargo, su novela no es siempre perfecta: Hesse narra la historia no como la vida misma, sino como un sueño que repite un destino y da realce a lo amado al tiempo que olvida lo negativo; un sueño que se aleja deprisa, con pie ligero, de los años malos, para olvidarse más dulcemente en la contemplación de las imágenes familiares. La maestría artística de Hermann Hesse es por eso indiscutible; su estilo es claro, pulido y, al mismo tiempo, carece de todo brillo artístico. En ocasiones uno recuerda la Biblia. A menudo se piensa también en Gottfried Keller, del que tanto ha aprendido el autor: la alegría de lo apacible, el placer en las ondulaciones y lo divertido, y, por último, el gran arte de la sonrisa melancólica, más dulce que cualquier pasión. Para el alemán del norte, puede que tenga unas líneas excesivamente suaves y sea demasiado poco «eficiente» para sus ideales, demasiado soñador: pero eso sólo puede hacérnoslo más amable. Para mí, personalmente, Hesse ha escrito la novela alemana más amable desde la aparición de Ludolf Ursleu, la obra de Ricarda Huch. 

Por eso he escrito estas palabras desde una satisfacción afectuosa y espontánea; por eso, también, he revelado en esa satisfacción muy poco sobre el libro. Pero lo prefiero así. Sólo quería pronunciar dos palabras: Hermann Hesse. Todavía son palabras mudas y vacías, y en un par de días las habrán olvidado nuevamente. Pero lean su libro, y entonces esas palabras refulgirán bajo una luz tan suave que ya no podrán olvidarlas. 

De Die Freistatt, 

Múnich, 2 de abril de 1904 

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Fuente:
Zweig Stefan Y Hesse Hermann - Correspondencia. Acantilado. 


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