Son días extraños. Mi familia y yo estamos pasando por el duelo de mi
abuelo y te digo... que aún no sé cómo asimilarlo. Es como estar suspendida en
el tiempo, una irrealidad. Mi abuelo no murió de COVID-19, pero su muerte nos
hizo sentir lo que es vivir el efecto de esa enfermedad. Ya te imaginas: una
despedida sin abrazos, sin cercanía. Esto fue hace dos semanas.
Mi vida cotidiana se mueve entre las tareas de la maestría que me obligan
a cuestionarme ¿para qué?, es como que se ha instalado un nuevo sentido. Yo
estoy aislada de mi familia y vivo sola con mi perro. Aunque parezca paradójico
mi única salida fue para asistir al funeral de mi abuelo.
Mi vida cotidiana está llena de labores de autocuidado, de estar cerca de
mi familia a través de mensajes, videollamadas y de estar pendiente de la
información que circula en medios no oficiales. Trato de mantener la serenidad
y paciencia, pero con el dolor-miedo de las muertes anónimas, de cómo se
precariza la vida y la dignidad humana.
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Diego Zaldumbide: “Un escritor no le teme al silencio”
Si bien es cierto un escritor disfruta hasta cierto punto un grado de
soledad mayor que otros, incluso hasta es capaz de aislarse, casi que obligarse
a escuchar su voz interna. Un escritor no le teme al silencio. Y de igual
manera, escucha la bulla. En ese sentido, no he sentido tanto el paso de los
días. Pero en cuanto a la cotidianidad, he intentado no contaminarme con
noticias. Estoy informado. Trato de leer nuevos estudios, las cadenas
(nacionales), entrevistas a políticos. Selecciono las noticias que consumo. Me
involucro más en los quehaceres de la casa. Soy yo el que, compartiendo techo
con mi familia, voy por las compras. Tengo precauciones.
Mis padres son dos personas con discapacidad. Mi mamá sufre de artritis
reumatoide y toma medicamentos que deprimen el sistema inmunológico. Y mi papá
tuvo una operación hace unos meses atrás. Mi papá sufre de ansiedad.
Retomé el Tai-chi que, acaso por mis raíces, me llama y me cura. Me ducho.
Hago trabajo del colegio. Boletines. Superviso relaciones públicas. Hago diseño
gráfico. Me pego un tabaquito. Descanso. Revaloricé el hecho de sentarme a
comer con mi familia. Fue en esta cuarentena que vimos por primera vez una
película en familia. Perfume de mujer con la actuación de Al Pacino.
Estoy leyendo Inteligencia emocional de Daniel Goldman y un libro de 300
poemas de la Dinastía Tang que compré en México. No he escrito nada. Es un
momento de introspección. Se está consumiendo más arte. Algunos escritores y
pensadores guayacos han respondido a los ataques en contra de esta ciudad.
Estamos aguantando, luchando, pero sobre todo consciente.
*
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Andrés Emilio León: “Esperando que todo crezca”
Sonia inventa juguetes hechos con material reciclado, e improvisa un
papelógrafo para que Matías se siente y pinte. Se divierten y ríen mucho,
mientras aprovecho para trabajar; pero luego es mi turno, y mientras Sonia
trabaja, yo me siento con Matías frente al teclado MIDI para jugar con las
melodías, y juntos, vamos probando una a una, cuál quedaría mejor para una
canción. Todo se graba: lo que él toca con sus deditos y lo que yo improviso
con los míos. Esos audios sirven de base para en las noches sumarle guitarras,
bajos e intentos de voces que luego son enviadas como borradores a mis hermanos
musicales de la vida, esperando que todo crezca.
Pero hoy… no podremos grabar mucho, ya que a las 19 horas tenemos una
sorpresa, por lo que cuando Sonia nos alcanza en el comedor, se encuentra a 23
personas en una videoconferencia que están listas para cantarle el feliz
cumpleaños. Todo es un maravilloso desastre en el que se mezclan los audios,
pero también las emociones y Sonia conversa con sus amistades más cercanas que
están muy presentes y pendientes en aquel cumpleaños a distancia.
Antes de soplar las velas Sonia cierra los ojos y pide un deseo. Se toma
su tiempo, y hasta parece que la imagen se ha congelado por alguna mala
conexión del Internet. Ella de seguro pide lo mismo que todos hoy por hoy en
Guayaquil… y en el mundo.
Sonia se queda con sus invitados virtuales conversando y yo me llevo a
Matías para jugar un poco con el balón. Patea durísimo nuestro hijo. Y mientras
sonríe, lo imagino --en cámara lenta- jugando su primer partido en la escuela,
gambeteando el pasado y mirando fijo el futuro.
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No he entrado últimamente en FB. Sé que hay malas noticias que lamento
enormemente y que provienen de Guayaquil, la ciudad donde vivo desde hace dos
años. Hoy debí salir por una gestión inaplazable sintiendo que caminaba sobre
una zona minada. Al pasar junto a uno de aquellos que aún quedan cuidando los
pocos autos estacionados, me saludó con un "Que Dios la bendiga", y
él y yo nos sonreímos a través de las mascarillas.
Fui por alcohol y guantes a la farmacia de la esquina, diagonal a la Biblioteca de las Artes, y la mujer que solía
venderme agua en los buenos recientes tiempos me preguntó si estaba bien.
He recordado que justo antes de venirme acá, en Quito, un connotado
escritor me dijo que era yo la única persona en el mundo que declaraba que le
gustaba Guayaquil. Y creo que mucho de lo que siente cierta intelectualidad
quiteña se expresaba en el asombro de él. Y sí, aun con su ruido y su desorden, esta ciudad me gusta. Tal vez desde
la infancia, con los cuentos de mi abuela y su vida breve en el puerto, y luego
en algún viaje, cuando Margarita me hizo ver las iguanas en el parque.
A tanta gente generosa y noble he conocido en Guayaquil, que no me alcanza la gratitud. Deploro los ataques regionalistas y los estigmas contra los habitantes emprendedores de este puerto abierto y delirante, lugar de origen de pensamiento, literatura, pintura, escultura, además de tantas otras profesiones y oficios.
Echo tan de menos a los voceadores de agua, tal vez no la mejor agua del mundo, pero bendita para auxiliar a los caminantes sufrientes en el calor húmedo intenso de Guayaquil.
Con toda la fe de la que soy capaz, ruego por que dejen de sonar las
ambulancias, cese el reino de la muerte, los enfermos sanen, los agonizantes se
recuperen, vuelvan los imperfectos y heridos a la vida. Por lo que he leído, sí
hay señales de recuperación que dan aliento. Subí a la terraza y capté estas imágenes ayer. Este país tan pequeño tiene
que reencontrarse a través de una ciudadanía que frene a los corruptos. Debemos
empezar de nuevo una vida más fraterna.
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