Tarantino es, por cierto, un buen ejemplo de crueldad hegemónica; no es que haya puesto sus habilidades como director al servicio expreso de una determinada ideología, lo que sí podríamos decir de Spielberg, pero se inscribe en los dogmas de la posmodernidad, negando al arte la posibilidad de incidir sobre la realidad, lo que implica la renuncia a la rebelión e incluso a comentar el contexto social y político en los que se inscribe la obra de arte. Quitando Inglourius Basterds y Jackie Brown -quizá ésta sea su única obra adulta-, la violencia en sus películas es sobre todo un espectáculo catártico, liberador de agresiones mediante su representación despiadada y al mismo tiempo jocosa, la alegre diversión que puede traer la destrucción sin freno.
Se tiene la impresión de que sus películas las ha rodado un adolescente, despreocupado de lo que pueda pensar la sociedad adulta de sus excesos y de sus momentos de mal gusto; al hacerlo, paradójicamente, adula a unos espectadores cuyos gustos son deliberadamente adolescentes —basta mirar los libros más vendidos y las películas más taquilleras para descubrir que la mayoría son historias juveniles de aventuras, aunque su público es mayori- tariamente adulto—. Su amoralidad se deriva de que Tarantino entiende el cine no como comentario sobre la vida sino como una manera de narrar historias sobre otras historias, un cine hecho de citas, de guiños, nerd movies, diríamos, igual que se puede hablar de una nerd literature. Más que la realidad, le interesan sus representaciones, que no aspiran a interpretar nada, de la misma manera que la propia película no nos pide que la interpretemos sino tan sólo que la «leamos», es decir, que descubramos las formas y las fuentes de la narración. Habría que recurrir aquí a la frase de Alain Robbe-Grillet: «¿Tiene la realidad un sentido? El artista contemporáneo no puede responder a esta pregunta: lo ignora.» Tarantino desde luego no busca el sentido; le interesan más el ritmo, el color, el movimiento y un remix de situaciones y motivos reconocibles y por tanto «legibles».
El logro de Tarantino es similar al de esas películas de animación cuyo objetivo es llegar a un máximo de público: por un lado cuentan historias infantiles, plagadas de personajes ideados para niños, pero las salpican con guiños a los adultos para conseguir el malabarismo de que gente de todas las edades encuentre un producto apto para ella. Tarantino se dirige al público menos sofisticado con sus orgías de sangre y sus chistes adolescentes, y al mismo tiempo distribuye referencias culturales -de la cultura de masas— que atienden a las necesidades de un público que se sentiría incómodo asistiendo a explosiones de violencia sin coartada: el espectador que conoce la historia del cine se vuelve cómplice del director porque comparte con él el recuerdo de las mismas películas.
El logro de Tarantino es similar al de esas películas de animación cuyo objetivo es llegar a un máximo de público: por un lado cuentan historias infantiles, plagadas de personajes ideados para niños, pero las salpican con guiños a los adultos para conseguir el malabarismo de que gente de todas las edades encuentre un producto apto para ella. Tarantino se dirige al público menos sofisticado con sus orgías de sangre y sus chistes adolescentes, y al mismo tiempo distribuye referencias culturales -de la cultura de masas— que atienden a las necesidades de un público que se sentiría incómodo asistiendo a explosiones de violencia sin coartada: el espectador que conoce la historia del cine se vuelve cómplice del director porque comparte con él el recuerdo de las mismas películas.
Si
nada tiene significado, entonces la vida y sus representaciones coexisten en el
mismo nivel de realidad: las percibimos, están ahí, pero no exigen de nosotros
ser interpretadas. Sin embargo, Inglourious Basterds muestra una evolución
llamativa: sin renunciar al placer que pueden producir las representaciones de
la violencia, no muy distintas, salvo en el tipo de emoción provocada, del que
puede reproducir la representación del acto sexual, introduce una cierta
moralidad: hay una distinción entre violencia buena y violencia mala. Lo que no
nos impide divertirnos con ambas: el sadismo del oficial nazi nos encanta con
su inteligencia; su discurso sutil nos fascina, pero no por ello dejamos de
identificarlo con el mal. Mientras que la violencia brutal de los americanos,
nada refinada, al contrario, casi grotesca en su recurrencia a formas de
salvajismo primitivo, como cortar la cabellera al enemigo o grabarle con un
cuchillo una cruz gamada en la frente, aparece como una violencia justa que
sencillamente toma caminos más directos que la justicia ordinaria. Y si parte
de la violencia desatada por «los buenos» se presenta como referencia cultural
-a las películas de Ennio Mo- rricone, por ejemplo, y al cine de serie B-,
también hay una violencia que se presenta como reparadora, como castigo de una
culpa. Tarantino enlaza entonces con el cine épico, abandona la violencia como
puro espectáculo y se vuelve un moralista: la escena en la que los «héroes»
ametrallan a todos los gerifaltes nazis incluido el mismísimo Führer no puede
verse sólo como mera broma que pone la Historia al servicio del espectáculo,
reivindicando los derechos de la representación frente a los de la realidad;
también satisface el deseo de justicia histórica, consuela del hecho de que la
mayoría de los dirigentes nazis no pudieron ser castigados por sus culpas.
Tarantino lo hace por nosotros, y al hacerlo toma partido. Está con los buenos,
y los espectadores también. Qué alivio.
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