He estado leyendo el librito de Jacques Derrida sobre la lengua materna (El monolinguismo del otro, 1996). Parte del mismo es alta teoría, pero hay otra parte que es bastante autobiográfica y trata las relaciones de Derrida con el lenguaje en tanto que niño nacido en la comunidad franco-judía o judía francesa o judía francófona de la Argelia de los años treinta. (Él nos recuerda que a los ciudadanos franceses de ascendencia judía les quitó la ciudadanía Vichy, y que por tanto se pasaron muchos años sin tener un estado.)
Lo que me interesa es la afirmación que hace Derrida de que, aunque él es/era un francés monolingüe (monolingüe según su criterio; su inglés era excelente y estoy seguro de que también lo era su alemán, por no hablar de su griego), el francés no es/era su lengua materna. Cuando leí esto me di cuenta de que podría estar hablando de mí y de mi relación con el inglés; y un día más tarde me di cuenta también de que ni él ni yo somos excepcionales, que muchos escritores e intelectuales tienen una relación distante o interrogativa con el idioma en el que hablan o escriben, y que de hecho referirse al idioma que uno usa como lengua materna (langue maternelle) es algo que ha quedado claramente desfasado.
De manera que cuando Derrida escribe que, aunque él ama el idioma francés y es un purista de la corrección del francés, no es un idioma que le pertenezca, no es el «suyo», eso me recuerda a mi propia experiencia con el inglés, sobre todo durante la infancia. Para mí el inglés no era más que una de mis asignaturas de la escuela. En la secundaria la lista era inglés-afrikaans-latín-matemáticas-historia-geografía; y de esas el inglés era simplemente una asignatura que se me daba bien, igual que la geografía se me daba mal. Jamás se me ocurrió pensar que se me diera bien el inglés porque el inglés fuera «mi» idioma; ciertamente jamás se me ocurrió preguntarme cómo se le podía dar a uno mal el inglés si el inglés era su lengua materna (décadas más tarde, después de convertirme yo justamente en profesor de inglés y empezar a reflexionar un poco sobre la historia de mi disciplina, sí que me pregunté qué podía significar el hecho de convertir el inglés en asignatura académica en un país anglófono).
Por lo que recuerdo de mi forma de pensar en la infancia, el idioma inglés me parecía propiedad de los ingleses, una gente que vivía en Inglaterra pero que había mandado a algunos miembros de su tribu a vivir en Sudáfrica y también a gobernarla por un tiempo. Los ingleses inventaban las reglas del idioma inglés como les venía en gana, incluyendo las reglas prácticas (en qué situaciones había que usar qué locuciones del inglés); la gente como yo los seguíamos de lejos y obedecíamos las instrucciones que nos daban. Que se te diera bien el inglés era algo igual de inexplicable que el que se te diera mal la geografía. Era un capricho del carácter, un mero rasgo de personalidad.
Cuando a los veintiún años me fui a vivir a Inglaterra, fui con una actitud hacia el idioma que ahora me resulta completamente extraña. Por un lado estaba bastante convencido de que usando como criterio los libros de texto, yo podía hablar el idioma, o por lo menos escribirlo, mejor que la mayoría de los nativos. Por otro lado, en cuanto abría la boca delataba mi condición de extranjero, es decir, de alguien que por definición no podía conocer el idioma igual de bien que los nativos.
Aquella paradoja la resolví diferenciando entre dos tipos de conocimiento. Me dije a mí mismo que yo sabía inglés del mismo modo que Erasmo sabía latín, gracias a los libros; en cambio, la gente que me rodeaba conocía el idioma «íntimamente». Era su lengua materna pero no era la mía; ellos la habían mamado con la leche materna y yo no.
Por supuesto, para un lingüista, y particularmente para un lingüista de la escuela chomskiana, mi actitud estaba completamente equivocada. El idioma que uno interioriza durante los primeros años, que son los más receptivos, es su idioma materno, y no hay más que hablar.
Tal como comenta Derrida, ¿cómo puede alguien considerar que un idioma es suyo? Al fin de cuentas es posible que el inglés no sea propiedad de los ingleses de Inglaterra, pero está claro que propiedad mía no es. El idioma siempre es el idioma del otro. Adentrarse en el idioma siempre es una violación de la propiedad. ¡Y la cosa es mucho peor si se te da lo bastante bien el inglés como para oír en cada frase que sale de tu pluma ecos de usos anteriores, recordatorios de quién poseyó esa expresión antes que tú!
Cordialmente,
John 11 de mayo de 2009
(Carta a Paul Auster)
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