La verdadera impresión de las cosas inolvidables, dice Cesare Pavese, no sucede la primera vez que las encontramos, sino la segunda. Yo encontré por primera vez el diario de Pavese, El oficio de vivir, en Granada, cuando tenía 30 años. Lo leía con una devoción, con una persistencia, en la que había algo de malsano, que acabó provocándome un efecto de rechazo, como el de una intoxicación de nicotina. Lo volví a encontrar hace unos meses, en una librería de Turín, y lo compré en parte por la curiosidad de saber qué efecto tendría sobre mí cuando volviera a leerlo, no media vida sino una vida entera más tarde: también porque había algo de conmemoración y de conjuro en comprar ese diario en la misma ciudad en la que se escribieron muchas de sus páginas, sobre todo las últimas, las que quedaron pulcramente guardadas en una carpeta cuando su autor se quitó la vida en un hotel que todavía existe, con un letrero luminoso que yo vi cuando se hizo de noche.
Turín es una ciudad de letreros de neón que se encienden cuando aún no ha oscurecido. Yo iba por esas calles rectas de soportales en penumbra con una bolsa al hombro en la que llevaba el diario de Pavese, y me parecía que estaba cumpliendo un sueño de mi adolescencia prolongada y tardía, el sueño un poco tóxico de la enfermedad de la literatura, del ensimismamiento insalubre y la torpeza de vivir. Haber comprado en Turín ese libro era ya en sí mismo un gesto tan completo que volvía superflua la lectura. Era al mismo tiempo acordarse de quien uno había sido lamentablemente a los 30 años y recrearse y castigarse en ese recuerdo, y agradecer la buena suerte de haber sobrevivido y tal vez aprendido alguna lección de la experiencia. La lección habría sido, sobre todo, la de escapar al maleficio de esa escritura que no era tanto el relato de una enfermedad como el testimonio y la cruda sintomatología de la enfermedad misma, no ennoblecida por las vaguedades de la literatura, y menos aún por esos espejismos de lucidez que ofrece la obsesión al que está siendo demolido por ella. Estaba en mi hotel, esa noche, cansado de aeropuertos y de obligaciones, contento del hecho simple de encontrarme en Italia. Tenía el libro sobre la mesa de noche pero no llegué a abrirlo; por precaución, o porque tenía mucho sueño...
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