Me embarqué en este libro porque Leonardo da Vinci constituye el paradigma del
principal tema de mis anteriores biografías: que la capacidad de establecer
conexiones entre diferentes disciplinas —artes y ciencias, humanidades y tecnología
— es la clave de la innovación, de la imaginación y del genio. Benjamin Franklin,
una figura que abordé con anterioridad, fue un Leonardo de su época: sin educación
formal, autodidacta, llegó a ser un polímata con una poderosa imaginación, el mejor
científico, inventor, diplomático, escritor y estratega empresarial de la América
ilustrada. Haciendo volar una cometa, demostró que los relámpagos son electricidad e
inventó el pararrayos para dominarlos. Creó también las gafas bifocales, maravillosos
instrumentos musicales, estufas de combustión limpia, mapas de la corriente del
Golfo y el estilo único de humor simple y directo típico de Estados Unidos. Albert
Einstein, cuando se sentía bloqueado en el desarrollo de su teoría de la relatividad,
tomaba el violín y tocaba Mozart; su música lo ayudaba a conectar de nuevo con la
armonía del cosmos. Ada Lovelace, cuyo perfil biográfico tracé en un libro sobre los
innovadores, combinaba la sensibilidad poética de su padre, lord Byron, con el amor
de su madre por la belleza de las matemáticas, con el fin de imaginar una calculadora
mecánica universal. Y, al final de muchas de las presentaciones de sus productos,
Steve Jobs mostraba una imagen de un cartel donde aparecía el cruce entre la calle de las artes liberales y la de la tecnología. Leonardo fue su héroe. «Vio la belleza en el
arte y en la ingeniería —dijo Jobs—, y su capacidad para combinarlos lo convirtió en
un genio».
Sí, era un genio: muy imaginativo, con una desmesurada curiosidad por saber e innovador en múltiples disciplinas. Sin embargo, debemos tener cuidado con esa palabra: colgarle la etiqueta de genio a Leonardo, aunque parezca extraño, lo rebaja, al hacer que parezca alguien tocado por un rayo...
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Leonardo da Vinci La biografía. Walter Isaacson. DEBATE 2018
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