miércoles, 16 de octubre de 2019

Eric Hobsbawm comenta sobre el arte en estados totalitarios comunistas

El régimen de Mao Tse-tung alcanzó su climax durante la «revolución cultural» de 1966-1976, una campaña contra la cultura, la educación y la intelectualidad sin parangón en la historia del siglo xx. Cerró prácticamente la educación secundaria y universitaria durante diez años; interrumpió la práctica de la música clásica (occidental) y de otros tipos de música, destruyendo los instrumentos allí donde era necesario, y redujo el repertorio nacional de cine y teatro a media docena de obras políticamente correctas (a juicio de la esposa del Gran Timonel, que había sido una actriz cinematográfica de segunda fila en Shanghai), las cuales se repetían hasta el infinito. Dada esta experiencia y la antigua tradición china de imposición de la ortodoxia, que se modificó sin llegar a abandonarse en la era post-Mao, la luz emitida por la China comunista en el terreno del arte siguió siendo débil. 

Por otra parte, la creatividad floreció bajo los regímenes comunistas de la Europa oriental, al menos cuando la ortodoxia se relajó un poco, como sucedió durante la desestalinización. La industria cinematográfica en Polonia, Checoslovaquia y Hungría, hasta entonces no muy conocida ni siquiera localmente, surgió con fuerza desde fines de los cincuenta, hasta convertirse durante cierto tiempo en una de las más interesantes producciones de películas de calidad del globo. 

Hasta el colapso del comunismo, que conllevó el colapso de los mecanismos de producción cultural en los países afectados, la creatividad se mantuvo incluso cuando se reproducían los períodos represivos (tras 1968 en Checoslovaquia; después de 1980 en Polonia), aunque el prometedor comienzo de la industria cinematográfica de la Alemania Oriental a principios de los años cincuenta fue interrumpido por la autoridad política. Que un arte tan dependiente de fuertes inversiones estatales floreciese artísticamente bajo regímenes comunistas es más sorprendente que el hecho de que lo hiciera la literatura de creación, porque, después de todo, incluso bajo gobiernos intolerantes se pueden escribir libros «para guardarlos en un cajón» o para círculos de amigos. Por muy reducido que fuese originalmente el público para el que escribían, algunos autores alcanzaron una admiración internacional, como los escritores de la Alemania Oriental, que produjo talentos mucho más interesantes que la próspera Alemania Federal, o los checos de los sesenta, cuyos escritos sólo llegaron a Occidente con la emigración interna y externa posterior a 1968.

Lo que todos estos talentos tenían en común era algo de lo que pocos escritores y directores de cine de las economías desarrolladas de mercado disfrutaban, y en que soñaban las gentes de teatro de Occidente (un grupo dado a un radicalismo político poco habitual, que databa, en los Estados Unidos y Gran Bretaña, de los años treinta): la sensación de que su público los necesitaba. En ausencia de una política real y de una prensa libre, los artistas eran los únicos que hablaban de lo que su pueblo, o por lo menos el sector ilustrado de éste, pensaba y sentía. Estos sentimientos no eran exclusivos de los artistas de los regímenes comunistas, sino también de otros regímenes donde los intelectuales estaban en contra del sistema en el poder, y eran lo bastante libres para expresarse en público, aunque fuera con limitaciones

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Historia del siglo XX 1914-1991 Historia del mundo contemporáneo. 
Eric Hobsbawm. Crítica (original de 1995)



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