En cuestión de crítica literaria las modas cambian con la
misma rapidez que en el vestir. No hace muchos años los críticos
estaban dispuestos a considerar grande cualquier novela que
fuese deprimente: ahora insisten en que ninguna novela que sea
deprimente puede ser grande.
Este último punto de vista es acertado en un sentido: para
el lector reflexivo ninguna obra literaria de calidad puede ser
deprimente. Pero no es esto lo que el crítico quiere que se
entienda. Hace unos cuantos años, un escritor resumió en
una conocida revista literaria la popular teoría del arte de
la ficción, aunque de manera un tanto naif: «La verdad en
cuanto a la literatura de ficción, en este preciso momento,
es que debe ser animada para ser buena… Aunque la literatura pueda proporcionar muchas otras cosas, si no ofrece
sustento, luz, y comodidad para las horas de ocio del lector
de mediana edad, ha fracasado en su misión elemental».
Si condensamos «sustento, luz, y comodidad» en la palabra «felicidad» encontraremos la fórmula del crítico medio, inglés y estadounidense: «La ficción, para ser buena, debe
hacer feliz al lector».
Si el crítico literario se viera obligado a definir sus términos con la precisión que se le exige al escritor científico, esta
fórmula hubiera encontrado menos aceptación entre el público en general, dado que su valor total depende obviamente
del sentido en el que se utilice la palabra «felicidad». A
menos que se pretenda expresar con ella una emoción estética
provocada por una obra maestra, que puede ser Macbeth o
El Decamerón, Pickwich o Henry Esmond, esa cualidad de la
felicidad no puede exigírsele a una novela en mayor medida
que a una porcelana china. Si la felicidad exigida por el crítico fuera una emoción moral, equivalente a la que se supone
que experimentamos cuando realizamos un acto altruista o
cuando somos testigos de una escena de inocente gozo, no
puede decirse que la felicidad sea algo más vinculado a la
literatura que a la cerámica.
No vamos a decir ahora que la ficción de primer orden
no deba comunicar una emoción moral. Y como la ficción (1) (para afinar el apotegma de Arnold) es «una crítica de la
vida», siempre deberá suscitar esa emoción en proporción a
su valor; y esa emoción, ya sea gozosa o dolorosa, debe igualmente proporcionar un placer estético al lector. Este placer
estético es, de hecho, en gran medida independiente de la
tendencia incidental de la obra: Manon Lescaut deberá hacer
al lector igual de feliz que Lorna Doone. El valor defi nitivo
de cada obra de arte radica no en su tema, sino en la forma
en que se ve ese tema, en cómo se siente y se interpreta.
El temperamento del escritor, su punto de vista, su facilidad
para penetrar en la superficie de la fábula que narra y llegar
a la inherencia que lo vincula a la vida como un todo: esos
son los factores determinantes en la creación de una obra de
arte. No hace falta decir que el escritor imaginativo seleccionará de manera instintiva el tema adecuado a su talento y
pintará la vida desde el punto de vista que mejor le permita
enfocarlo. Pero sea cual sea el tema elegido, extraerá de él
elementos de belleza y mostrará el microcosmos que hay en
el átomo. El único libro realmente deprimente… no, el único
libro realmente inmoral, es aquel en el que el escritor no ha
sentido un vínculo lo suficientemente fuerte entre la pequeña
fracción de vida que representa y la verdad eterna al poner su
tema en relación con esta última.
El escritor inmoral es, en otras palabras, el escritor que
carece de imaginación. Algunos de los más excelsos novelistas no han sido inmorales, sino amorales. Balzac, por ejemplo, con su inmensa introspección psicológica, carecía de esa
percepción ética más sutil, en detrimento de los personajes
que creaba. Algunos de sus modelos de virtud expresan sentimientos que asombran al lector bastante más que las elucubraciones de sus villanos. En Beyle (es decir, Stendhal, el
novelista francés Henri Beyle), faltaban hasta los instintos
más básicos relacionados con la consideración del «otro»:
era marcadamente antisocial. Sin embargo, ambos escritores
produjeron, a fuerza de imaginación y de adivinación mágica de la motivación humana, en obras como Papá Goriot o
Rojo y negro, estudios de vida tan penetrantes que resultan
profundamente morales.
Sólo hay dos clases de escritores de ficción realmente
inmorales: los que escriben deliberadamente con el propósito de llenar los anaqueles, que resultan prescindibles si se
considera el tema como algo general, y los que aun siendo
sufi cientemente ambiciosos para describir la vida tal y como
es, no sólo se ven constreñidos por su estrechez de miras y
por una imaginación insufi ciente, que no les permiten ver el
tema desde todos los puntos de vista, sino que son además
incapaces de enfocar adecuadamente los objetos dentro de su
limitado campo de visión, de «ver la vida en su continuidad
y en su totalidad»(2). Por desgracia, estos escritores son los que
tienen menos probabilidad de darse cuenta de sus limitaciones y, por lo tanto, los que con mayor frecuencia se lanzan a
tratar temas que van más allá del alcance de su imaginación.
Y de esta manera propician la inmoralidad, porque ven el mal
sin sus reajustes compensatorios, el incidente desnudo sin la
complejidad de sus antecedentes.
La doctrina del arte por el arte, del golfo que separa el arte
de la ética, que con tanta confi anza se enunció hace ahora
treinta años y que sigue siendo un horror para el crítico de
mentalidad sencilla, no fue más que una reacción contra la
tendencia a sacrifi car la creación de personajes a favor de una
tesis. Lo que diferencia al literato del moralista confeso no
es una radical contradicción de fines, sino el hecho de que
uno instruye por observación del personaje, y el otro por las
deducciones generales extraídas de dicha observación. No debe
olvidarse que, hasta donde llegan sus raíces, la novela tal y
como la conocemos en la actualidad es una forma de arte
muy reciente, y los innovadores están obligados a ser más o
menos explícitos. Por lo tanto, es bastante natural que salvo en el caso de unos cuantos libros asombrosamente modernos,
como Adolphe o Manon Lescaut, casi todos los novelistas de
los primeros tiempos se sintieran obligados a interferir personalmente en el curso de su narración.
El lector, al hacerse más
experto, comenzó a percibir estos rodeos e interrupciones y
a exigir que se le permitiera extraer sus propias conclusiones
de los hechos que se le presentaban. Al fi al alguien formuló
su deseo en el famoso díctum de la impasibilidad del artista, y
dicha convicción implica que Guy de Maupassant, en su interesante estudio de Flaubert, no viera incongruencia alguna en
declarar que «ese artista impecable debería llamarse no sólo
impersonal, sino impasible» y que se trataba de una cuestión
de fe el que en el caso de Flaubert, «toda acción, buena o
mala, era del interés del autor sólo como reproducción, sin
entrar en consideraciones en cuanto a su significado moral».
La falacia de esta afirmación (especialmente inadecuada cuando se aplica a Flaubert) es tan evidente que nadie se sorprenderá si encuentra a Maupassant, unas cuantas líneas más adelante, invalidando su postura al admitir que «si un libro enseña una lección, debe hacerlo a pesar de su autor, por la simple fuerza de los hechos que narra».
Esta es una excelente definición de una buena novela. El
novelista deja de ser artista en el momento en que pliega a sus
personajes a las exigencias de una tesis. Pero también dejará
de serlo si retrata los hechos que describe sin considerar su
significado moral. Maupassant, que entendió la naturaleza
del arte de Flaubert aunque se equivocara con la fórmula que
dedujo de él, continúa diciendo que «aunque diera considerable importancia a las cualidades de observación y análisis
estaba aún más preocupado con la cuestión de la composición
y el estilo. Por composición –continúa el escritor–, se refiere al arduo esfuerzo que resulta de extraer la esencia de las acciones sucesivas de toda una vida, seleccionando sólo los rasgos
característicos y agrupándolos de modo que se combinen de
la manera más idónea para producir los efectos deseados»;
y el propio Flaubert completa esta exposición de método
supuestamente impersonal afirmando que «no hay nada real
sino las relaciones de las cosas, es decir, esa conexión en la
que nosotros las percibimos».
No se trata tanto de la sensación de insignificancia del ser
humano como de la vastedad de lo que le rodea. El realista
nunca es irónico: siempre es terriblemente serio, porque es
imposible ser irónico si no se tiene sentido de la infinitud.
El cronista de historias y vidas insignifi cantes, que piensa
que bebe el único brebaje y nunca sospecha que, por encima
de su cabeza, los dioses liban néctar en copas de oro y que el
valor de una historia es proporcional a la calidad de las percepciones de su autor (dado que tiene el poder de conferirlas
una forma artística). Esta verdad parece bastante obvia, pero
es el criterio que con menos frecuencia se aplica para evaluar
la literatura.
El sentido del humor es sentido de la proporción, y la
ironía es el sentido del humor contemplado desde un punto
de vista más alto: la «sonrisa del universo»(3)
En resumen, el novelista inmoral (o, al menos, el novelista
dañino) es aquel que maneja un tema complejo o sombrío
sin el poder necesario para llenar de vida su materia prima.
«Todos los esplendores y satisfacciones de la vida, reflejados
en la conciencia embotada de un idiota, son insignificantes comparados con la imaginación de Cervantes escribiendo
Don Quijote en una celda miserable de la cárcel»: esta frase de
Schopenhauer da la clave de la inadecuación de tantos estudios de la vida que han quedado en nada. En Middlemarch,
cuando Dorotea adorna al Doctor Casaubon con sus propias
–y generosas– ilusiones, describe el aspecto que ella imagina
que tendría Locke, y Celia dice «¿Tenía Locke esa mancha
blanca…?»; a lo que Dorotea da una magnífica respuesta:
«Sin duda: cuando le miraban según quiénes». Dumas hijo,
en su prefacio de Manon Lescaut, formuló la misma teoría:
«Un chef-d’oeuvre n’est jamais dangereux, et toujours utile;
le tout, c’est de savoir le lire»(4).
Si se adujera que esto es ver la fi cción desde el punto de
vista crítico o profesional, y que la acción de la historia es
aquello en lo que, a la postre, el lector basa su juicio, responderemos mejor a esa objeción citando unos cuantos ejemplos
bien conocidos de novelas populares entre esa clase de lectores y críticos que con más vehemencia se oponen a lo que
llaman «fi cción deprimente».
Henry Esmond es el primer ejemplo que representa esto: si
se juzga sólo por su historia, se podría clasificar como una de
las obras más deprimentes de la literatura inglesa. Esmond
sacrifica sus objetivos y ambiciones para benefi ciar a un grupo
de personas triviales y desagradecidas, cuyo empleo de las
propias oportunidades no puede compensarle en absoluto el
poder al que ha renunciado. Y al fi nal de su juventud, solitaria
y llena de decepción, se casa con una mujer a la que no ama y
que, además de ser mucho mayor que él, es la madre de la
única mujer a la que él ha amado jamás. Dejando de lado el
aspecto «equívoco» de la situación (que se hubiera denunciado a bombo y platillo si se hubiera detectado en Balzac o en
Flaubert) resulta evidente que esta no es la forma, de acuerdo
con el crítico moderno, de dejar a un héroe de fi cción en la
última página de su historia. En una novela escrita según el
modelo convencional, el único fi nal triste que se permitiría
en un caso así hubiera sido dejar a Esmond soltero y guardando luto por su amor perdido. Thackeray, sin embargo,
lo suficientemente grande para dibujar al ser humano tal
cual es, con todas sus incoherencias, sus compromisos y el
desgaste gradual de sus sensibilidades, escogió para su héroe
un desenlace infinitamente más trágico: un matrimonio sin
amor con una mujer inflexible, celosa, marchita y exigente.
Pero esto no es más que la peripecia. En cuanto al libro,
¿qué es el libro en realidad? Gracias a la amplia visión de
Thackeray y su mirada penetrante, gracias a que aceptó la
verdad de ese postulado que dice «hasta nuestros errores son
profecías», la impresión que nos queda, aunque triste, no es de
mezquindad, y el final de la historia tiene esa fría serenidad
de una puesta de sol invernal.
1. Según Matthew Arnold: «[el] fi n y el objetivo de toda la literatura»
(«Joubert», ensayo de su obra Essays in Criticism, 1865).
2. Frase del soneto «A un amigo» («To a Friend», 1853), de Arnold. Habla de
Sófocles, «Who saw life steadily, and saw it whole» (1. 12).
3. Dante, «Paraíso», Divina Comedia, canto 27, 11. 4-5.
4. «Una obra maestra nunca es peligrosa y siempre es útil. Pero hay que saber leerla».
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Criticar ficción. Edith Wharton. Páginas de Espuma
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Criticar ficción. Edith Wharton. Páginas de Espuma
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