miércoles, 16 de octubre de 2019

Literatura y críticia, de Edith Wharton

Resultado de imagen para Edith WhartonEn cuestión de crítica literaria las modas cambian con la misma rapidez que en el vestir. No hace muchos años los críticos estaban dispuestos a considerar grande cualquier novela que fuese deprimente: ahora insisten en que ninguna novela que sea deprimente puede ser grande. Este último punto de vista es acertado en un sentido: para el lector reflexivo ninguna obra literaria de calidad puede ser deprimente. Pero no es esto lo que el crítico quiere que se entienda. Hace unos cuantos años, un escritor resumió en una conocida revista literaria la popular teoría del arte de la ficción, aunque de manera un tanto naif: «La verdad en cuanto a la literatura de ficción, en este preciso momento, es que debe ser animada para ser buena… Aunque la literatura pueda proporcionar muchas otras cosas, si no ofrece sustento, luz, y comodidad para las horas de ocio del lector de mediana edad, ha fracasado en su misión elemental». Si condensamos «sustento, luz, y comodidad» en la palabra «felicidad» encontraremos la fórmula del crítico medio, inglés y estadounidense: «La ficción, para ser buena, debe hacer feliz al lector». Si el crítico literario se viera obligado a definir sus términos con la precisión que se le exige al escritor científico, esta fórmula hubiera encontrado menos aceptación entre el público en general, dado que su valor total depende obviamente del sentido en el que se utilice la palabra «felicidad». A menos que se pretenda expresar con ella una emoción estética provocada por una obra maestra, que puede ser Macbeth o El Decamerón, Pickwich o Henry Esmond, esa cualidad de la felicidad no puede exigírsele a una novela en mayor medida que a una porcelana china. Si la felicidad exigida por el crítico fuera una emoción moral, equivalente a la que se supone que experimentamos cuando realizamos un acto altruista o cuando somos testigos de una escena de inocente gozo, no puede decirse que la felicidad sea algo más vinculado a la literatura que a la cerámica.

No vamos a decir ahora que la ficción de primer orden no deba comunicar una emoción moral. Y como la ficción (1) (para afinar el apotegma de Arnold) es «una crítica de la vida», siempre deberá suscitar esa emoción en proporción a su valor; y esa emoción, ya sea gozosa o dolorosa, debe igualmente proporcionar un placer estético al lector. Este placer estético es, de hecho, en gran medida independiente de la tendencia incidental de la obra: Manon Lescaut deberá hacer al lector igual de feliz que Lorna Doone. El valor defi nitivo de cada obra de arte radica no en su tema, sino en la forma en que se ve ese tema, en cómo se siente y se interpreta. 

El temperamento del escritor, su punto de vista, su facilidad para penetrar en la superficie de la fábula que narra y llegar a la inherencia que lo vincula a la vida como un todo: esos son los factores determinantes en la creación de una obra de arte. No hace falta decir que el escritor imaginativo seleccionará de manera instintiva el tema adecuado a su talento y pintará la vida desde el punto de vista que mejor le permita enfocarlo. Pero sea cual sea el tema elegido, extraerá de él elementos de belleza y mostrará el microcosmos que hay en el átomo. El único libro realmente deprimente… no, el único libro realmente inmoral, es aquel en el que el escritor no ha sentido un vínculo lo suficientemente fuerte entre la pequeña fracción de vida que representa y la verdad eterna al poner su tema en relación con esta última.

El escritor inmoral es, en otras palabras, el escritor que carece de imaginación. Algunos de los más excelsos novelistas no han sido inmorales, sino amorales. Balzac, por ejemplo, con su inmensa introspección psicológica, carecía de esa percepción ética más sutil, en detrimento de los personajes que creaba. Algunos de sus modelos de virtud expresan sentimientos que asombran al lector bastante más que las elucubraciones de sus villanos. En Beyle (es decir, Stendhal, el novelista francés Henri Beyle), faltaban hasta los instintos más básicos relacionados con la consideración del «otro»: era marcadamente antisocial. Sin embargo, ambos escritores produjeron, a fuerza de imaginación y de adivinación mágica de la motivación humana, en obras como Papá Goriot o Rojo y negro, estudios de vida tan penetrantes que resultan profundamente morales. Sólo hay dos clases de escritores de ficción realmente inmorales: los que escriben deliberadamente con el propósito de llenar los anaqueles, que resultan prescindibles si se considera el tema como algo general, y los que aun siendo sufi cientemente ambiciosos para describir la vida tal y como es, no sólo se ven constreñidos por su estrechez de miras y por una imaginación insufi ciente, que no les permiten ver el tema desde todos los puntos de vista, sino que son además incapaces de enfocar adecuadamente los objetos dentro de su limitado campo de visión, de «ver la vida en su continuidad y en su totalidad»(2). Por desgracia, estos escritores son los que tienen menos probabilidad de darse cuenta de sus limitaciones y, por lo tanto, los que con mayor frecuencia se lanzan a tratar temas que van más allá del alcance de su imaginación. Y de esta manera propician la inmoralidad, porque ven el mal sin sus reajustes compensatorios, el incidente desnudo sin la complejidad de sus antecedentes.

La doctrina del arte por el arte, del golfo que separa el arte de la ética, que con tanta confi anza se enunció hace ahora treinta años y que sigue siendo un horror para el crítico de mentalidad sencilla, no fue más que una reacción contra la tendencia a sacrifi car la creación de personajes a favor de una tesis. Lo que diferencia al literato del moralista confeso no es una radical contradicción de fines, sino el hecho de que uno instruye por observación del personaje, y el otro por las deducciones generales extraídas de dicha observación. No debe olvidarse que, hasta donde llegan sus raíces, la novela tal y como la conocemos en la actualidad es una forma de arte muy reciente, y los innovadores están obligados a ser más o menos explícitos. Por lo tanto, es bastante natural que salvo en el caso de unos cuantos libros asombrosamente modernos, como Adolphe o Manon Lescaut, casi todos los novelistas de los primeros tiempos se sintieran obligados a interferir personalmente en el curso de su narración. 

El lector, al hacerse más experto, comenzó a percibir estos rodeos e interrupciones y a exigir que se le permitiera extraer sus propias conclusiones de los hechos que se le presentaban. Al fi al alguien formuló su deseo en el famoso díctum de la impasibilidad del artista, y dicha convicción implica que Guy de Maupassant, en su interesante estudio de Flaubert, no viera incongruencia alguna en declarar que «ese artista impecable debería llamarse no sólo impersonal, sino impasible» y que se trataba de una cuestión de fe el que en el caso de Flaubert, «toda acción, buena o mala, era del interés del autor sólo como reproducción, sin entrar en consideraciones en cuanto a su significado moral».

La falacia de esta afirmación (especialmente inadecuada cuando se aplica a Flaubert) es tan evidente que nadie se sorprenderá si encuentra a Maupassant, unas cuantas líneas más adelante, invalidando su postura al admitir que «si un libro enseña una lección, debe hacerlo a pesar de su autor, por la simple fuerza de los hechos que narra».

Esta es una excelente definición de una buena novela. El novelista deja de ser artista en el momento en que pliega a sus personajes a las exigencias de una tesis. Pero también dejará de serlo si retrata los hechos que describe sin considerar su significado moral. Maupassant, que entendió la naturaleza del arte de Flaubert aunque se equivocara con la fórmula que dedujo de él, continúa diciendo que «aunque diera considerable importancia a las cualidades de observación y análisis estaba aún más preocupado con la cuestión de la composición y el estilo. Por composición –continúa el escritor–, se refiere al  arduo esfuerzo que resulta de extraer la esencia de las acciones sucesivas de toda una vida, seleccionando sólo los rasgos característicos y agrupándolos de modo que se combinen de la manera más idónea para producir los efectos deseados»; y el propio Flaubert completa esta exposición de método supuestamente impersonal afirmando que «no hay nada real sino las relaciones de las cosas, es decir, esa conexión en la que nosotros las percibimos». 

No se trata tanto de la sensación de insignificancia del ser humano como de la vastedad de lo que le rodea. El realista nunca es irónico: siempre es terriblemente serio, porque es imposible ser irónico si no se tiene sentido de la infinitud. El cronista de historias y vidas insignifi cantes, que piensa que bebe el único brebaje y nunca sospecha que, por encima de su cabeza, los dioses liban néctar en copas de oro y que el valor de una historia es proporcional a la calidad de las percepciones de su autor (dado que tiene el poder de conferirlas una forma artística). Esta verdad parece bastante obvia, pero es el criterio que con menos frecuencia se aplica para evaluar la literatura.

El sentido del humor es sentido de la proporción, y la ironía es el sentido del humor contemplado desde un punto de vista más alto: la «sonrisa del universo»(3)

En resumen, el novelista inmoral (o, al menos, el novelista dañino) es aquel que maneja un tema complejo o sombrío sin el poder necesario para llenar de vida su materia prima. «Todos los esplendores y satisfacciones de la vida, reflejados en la conciencia embotada de un idiota, son insignificantes comparados con la imaginación de Cervantes escribiendo Don Quijote en una celda miserable de la cárcel»: esta frase de Schopenhauer da la clave de la inadecuación de tantos estudios de la vida que han quedado en nada. En Middlemarch, cuando Dorotea adorna al Doctor Casaubon con sus propias –y generosas– ilusiones, describe el aspecto que ella imagina que tendría Locke, y Celia dice «¿Tenía Locke esa mancha blanca…?»; a lo que Dorotea da una magnífica respuesta: «Sin duda: cuando le miraban según quiénes». Dumas hijo, en su prefacio de Manon Lescaut, formuló la misma teoría: «Un chef-d’oeuvre n’est jamais dangereux, et toujours utile; le tout, c’est de savoir le lire»(4).

Si se adujera que esto es ver la fi cción desde el punto de vista crítico o profesional, y que la acción de la historia es aquello en lo que, a la postre, el lector basa su juicio, responderemos mejor a esa objeción citando unos cuantos ejemplos bien conocidos de novelas populares entre esa clase de lectores y críticos que con más vehemencia se oponen a lo que llaman «fi cción deprimente». 

Henry Esmond es el primer ejemplo que representa esto: si se juzga sólo por su historia, se podría clasificar como una de las obras más deprimentes de la literatura inglesa. Esmond sacrifica sus objetivos y ambiciones para benefi ciar a un grupo de personas triviales y desagradecidas, cuyo empleo de las propias oportunidades no puede compensarle en absoluto el poder al que ha renunciado. Y al fi nal de su juventud, solitaria y llena de decepción, se casa con una mujer a la que no ama y que, además de ser mucho mayor que él, es la madre de la única mujer a la que él ha amado jamás. Dejando de lado el aspecto «equívoco» de la situación (que se hubiera denunciado a bombo y platillo si se hubiera detectado en Balzac o en Flaubert) resulta evidente que esta no es la forma, de acuerdo con el crítico moderno, de dejar a un héroe de fi cción en la última página de su historia. En una novela escrita según el modelo convencional, el único fi nal triste que se permitiría en un caso así hubiera sido dejar a Esmond soltero y guardando luto por su amor perdido. Thackeray, sin embargo, lo suficientemente grande para dibujar al ser humano tal cual es, con todas sus incoherencias, sus compromisos y el desgaste gradual de sus sensibilidades, escogió para su héroe un desenlace infinitamente más trágico: un matrimonio sin amor con una mujer inflexible, celosa, marchita y exigente.

Pero esto no es más que la peripecia. En cuanto al libro, ¿qué es el libro en realidad? Gracias a la amplia visión de Thackeray y su mirada penetrante, gracias a que aceptó la verdad de ese postulado que dice «hasta nuestros errores son profecías», la impresión que nos queda, aunque triste, no es de mezquindad, y el final de la historia tiene esa fría serenidad de una puesta de sol invernal.


1. Según Matthew Arnold: «[el] fi n y el objetivo de toda la literatura» («Joubert», ensayo de su obra Essays in Criticism, 1865).
2. Frase del soneto «A un amigo» («To a Friend», 1853), de Arnold. Habla de Sófocles, «Who saw life steadily, and saw it whole» (1. 12).
3. Dante, «Paraíso», Divina Comedia, canto 27, 11. 4-5.
4. «Una obra maestra nunca es peligrosa y siempre es útil. Pero hay que saber leerla».

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Criticar ficción. Edith Wharton. Páginas de Espuma

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