
El público no va allí engañado; salvo el día del estreno de la obra, cuando quizá no sabe qué esperar, quien compra una entrada tiene una idea de lo que va a encontrar sobre el escenario. Espera la violencia dirigida contra él y se convierte en cómplice al ponerse voluntariamente en la situación de sufrirla. Las razones para ello son muchas, desde el deseo de aprender algo sobre sí mismo hasta el de limpiar la propia conciencia: como quien hace penitencia, el blanco de clase media, liberal, sabedor de que es un privilegiado y directa o indirectamente responsable de muchos de los males que azotan el mundo, está dispuesto a ser castigado por ello, a sufrir los escupitajos que le lanza el artista. Pero también hace algo mucho más interesante: se desdobla, es víctima y espectador; más bien, mientras se contempla siendo insultado o maltratado, deja de ser quien es para convertirse en otro que está del lado del juez; ya no es tan culpable porque no es sólo esa persona a la que justamente critican sino que también es esa otra que comparte la crítica, que está dispuesta a aplaudir las invectivas. Al desdoblarse, el espectador recibe el castigo y al mismo tiempo se concede la absolución, con lo que se da la paradoja de que la obra crítica que pretendía hacer al espectador sentir el peso de sus errores puede acabar aligerándolo de él. Me viene ahora a la memoria el chiste del masoquista y el sádico en el que el primero pide al segundo que le haga daño y el sádico, que quiere que el otro sufra, se niega a hacérselo pues eso es lo único que puede dolerle de verdad. Así, hay obras supuestamente crueles que dan al público el castigo que les está pidiendo, la cantidad justa de dolor que precisa para seguir viviendo tranquilamente. Y hay otras que se niegan al puyazo superficial, a la crítica de fácil digestión.
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La ética de la crueldad. José Ovejero. Anagrama.
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