Otra vez no, ¿cuándo va a cesar esta moda?”, pensé al leer sobre el penúltimo fenómeno de las letras estadounidenses: una joven autora que relata las penalidades que pasó de niña en su familia de mormones. Ni médicos, ni lavarse, ni mundo exterior, un hermano mayor violento consentido por los padres…
Una de las razones por las que leo tan pocos libros contemporáneos (y quien dice leer libros dice también ver películas) es, me doy cuenta, que demasiados autores han optado por eso, por contar sus penalidades, a veces en forma de ficción mal disimulada, las más en forma de autobiografía, memorias, “testimonio” o simplemente “denuncia”. La de denuncia suele ser espantosa literatura, por buenas que sean sus intenciones.
En esta época de narcisismo, no es raro que esta patología haya invadido todas las esferas. Hay pocos a quienes les haya ocurrido una desgracia que no la cuenten en un volumen. El uno ha perdido a una hija, el otro a su mujer o a su marido, el de más allá a sus padres. Todas cosas muy tristes y aun insoportables (sobre todo la primera), pero que por desgracia les han sucedido y suceden a numerosísimas personas, nada poseen de extraordinario.Otro describe su sufrimiento por haber sido gay desde pequeño, otra cómo su padre o su tío (o ambos) abusaron de ella en su infancia, otro cuánto padeció tras meterse en una secta (los de este género dan menos pena, por idiotas), otro sus cuitas en África y cómo debía recorrer kilómetros a pie para ir a la escuela, otro las asfixias que sintió en su país islámico
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Literatura de penalidades o de naderías
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