jueves, 17 de octubre de 2019

José María Pozuelo Yvancos comenta la falta de hispanos en las obras de Harold Bloom

No cabe duda de que Harold Bloom, uno de los grandes críticos de hoy, es tan lúcido e interesante como caprichoso y difícil de domeñar. Su fama y éxito como teórico de la literatura e historiador de algunas zonas de la poesía anglo-norteamericana son tan enormes que se permite, a sus ochenta años, que el centro de su producción sea su propia perspectiva sobre los asuntos que trata, confiado en que vayamos a leer sus libros no para aprender lo básico de Wallace Stevens o de Walt Whitman, sino intrigados por ver qué dice Harold Bloom sobre ellos, como si ese diálogo de la obra con el crítico tuviese tanta importancia como la obra literaria en sí misma. 

Tal dominio de la situación tiene su contrapartida: al situarse a sí mismo por encima del bien y del mal, se permite muchas arbitrariedades y algunos descuidos imperdonables, que compiten con las muchas zonas que exhibe de verdadera genialidad, sobre todo en el ensayo que puede actuar de testamento crítico («canto del cisne», lo autocalifica), el titulado Anatomía de la influencia, escrito en 2011. Ese libro, al que iré enseguida, tiene verdadero interés teórico y crítico, a diferencia de Novelas y novelistas. Puesto que este último es la traducción al español de una obra escrita en inglés en 2005 (a la que la edición española ha añadido la coletilla de El canon de la novela), podemos comenzar por decir que su marginación de la literatura en español es tan proverbial que sería escandalosa si no fuese estigma repetido por la mayor parte de los schollars norteamericanos. 
Ni siquiera Cervantes y su Quijote atenúan ese menosprecio de Bloom hacia lo hispánico. Se permite minusvalorar a Cervantes e ir a él como si no tuviese más remedio, ya que el autor español inaugura la serie de novelistas pero con apenas dos páginas (sí, únicamente dos), dedicadas a comparar el Quijote con las obras de Shakespeare. Ni siquiera ha merecido más por su impronta sobre la gran tradición novelística cervantina posterior en inglés (Sterne, Defoe, Fielding o Dickens). Si uno piensa que Hemingway obtiene en ese mismo libro treinta páginas o dieciséis James Baldwin, las dos dedicadas a Cervantes rechinan, como el hecho de que únicamente Cervantes y García Márquez sean los escritores analizados. Por supuesto, Borges está continuamente presente en las referencias, pero no resulta suficiente. De ahí que pueda calificarse este canon suyo de caprichoso. No tiene nada que ver, según ya objeté en su día a su famoso libro El canon occidental, con el concepto de canon histórico, y sí con una selección personal que exhibe tantas lecturas como falta de otras. Harold Bloom vuelve a hacer coincidir la idea de canon con su historia como lector, de forma que los análisis concretos, que son agudos muchas veces y exhaustivos para la tradición poética inglesa, delatan suficientes huecos en la gran tradición literaria occidental (los autores italianos o alemanes no corren tampoco buena suerte) para que pueda hablarse de un canon. Tiene que ver, en todo caso, con las lecturas que quiere hacer y con el modo como se le ocurre seleccionar en cada caso, ya que en Joyce no está el Ulises, solo el Retrato del artista adolescente.

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