1. INTRODUCCIÓN
En uno de los microrrelatos recogidos en La glorieta de los fugitivos (2007), José María Merino reflexiona, desde una perspectiva crítica y con cierto humor, acerca de un concepto que ha generado una de las polémicas más vivas y prolíficas en el debate literario de los últimos años:
Perseguido por el Canon, el Corpus llegó a un callejón sin salida. ‘¿Por qué me acosas?’, preguntó el Corpus al Canon, ‘no me gustas’, añadió. ‘El gusto es mío’, replicó el Canon amenazante.
El cuento (o el minicuento) es con bastante frecuencia uno de los géneros literarios escogidos por los escritores para adentrarse en el terreno de lo metaliterario y la discusión teórica. José María Merino aprovecha la ocasión para plasmar en este texto una idea compartida por bastantes estudiosos: la de un canon «amenazante» que acorrala y que, en un ingenioso juego de palabras, se permite el lujo de apropiarse de una noción tan habitual como polémica en el ámbito artístico: la noción de gusto. El relato vincula así dos ideas próximas y que en la historia de la crítica literaria han permanecido unidas: gusto y canon.
Y es que una de las cuestiones que mayores discrepancias provoca es qué aspectos han de tenerse en cuenta a la hora de escoger de entre ese corpus asediado, puesto que la confección de una lista requiere unos criterios de selección. No en vano, esos criterios determinarán cuáles han de ser las obras incluidas en dicho canon. En un primer impulso, la respuesta inmediata es incluir en la lista a aquellos textos que gocen de mayor calidad literaria, pero ¿cómo y quién determina esa calidad? No siempre es fácil desligar el juicio crítico del gusto, en la medida en que este es definido como «la facultad de apreciar o sentir lo bello o lo feo» (DRAE); resulta evidente que existe una carga de subjetividad que dificulta la tarea. Pozuelo nos recuerda además que «los valores estéticos son cambiantes, movedizos y fluctúan en función del periodo histórico en el que nos encontremos» (Pozuelo, 1996, p. 4).
Por otra parte, en la elaboración del canon participan otros aspectos, tales como la inclusión o no de obras representativas de colectivos minoritarios o tradicionalmente apartados de lo que se ha denominado «canon occidental»; entran en juego los estudios postcoloniales, multiculturales, feministas o neohistoricistas, lo que Harold Bloom ha bautizado como «Escuela del Resentimiento». Una pluralidad de factores que no ha hecho sino aumentar la controversia y obstaculizar el análisis del canon en sí mismo; en definitiva, y en palabras de José María Pozuelo Yvancos, «mucha ira y poco estudio» (Pozuelo, 1996, p. 3).
En estas páginas, trataremos de ofrecer un estado de la cuestión, del punto en el que se encuentran hoy día los estudios sobre el canon, e intentaremos reflexionar, en especial desde nuestra visión de docentes, acerca de los numerosos interrogantes que plantea un tema que sobrepasa los límites del discurso literario para inmiscuirse en debates más amplios y generalizados.
2. ¿QUÉ LIBRO TE LLEVARÍAS A UNA ISLA DESIERTA?
Si alguien nos pidiera que confeccionáramos una lista con las obras que, a nuestro juicio, deberían pasar a la posteridad, no estaría solicitando de nosotros nada descabellado. Una de las habituales entre las preguntas que se le formulan a un entrevistado es aquella en la que se le pide que escoja su lectura favorita o el libro con el que amenizaría sus días abandonado en una isla desierta. Las revistas culturales nos ofrecen inventarios en los que se seleccionan obras de entre las muchas que se publican hoy día. De hecho resulta frecuente encontrar con la llegada del fin de año (o incluso del siglo o el milenio) un balance de los autores y textos que deben permanecer en las estanterías de nuestras casas, bibliotecas o colegios.
Por ejemplo, en diciembre de 2007 El País publicaba un artículo titulado «Ventanas al pasado» en el que Javier Rodríguez Marcos recogía los diez libros del año, «una lista elaborada por 30 críticos de Babelia». Con cierta prudencia, Marcos comenzaba su artículo advirtiendo de que quizás era «demasiado pronto para opinar» y de que «todo balance literario es provisional», pero hablaba ya de las «grandes obras», esos clásicos en los que podrían convertirse las novelas (pues casi todas las lecturas recomendadas pertenecían a la narrativa) publicadas en el año 2007. Un año antes, Peter Boxall proponía los 1000 libros que deberías leer antes de morir. Probablemente, sus criterios tendrían poco que ver con los de los críticos de Babelia, entre otras cosas porque ambas selecciones se ceñían a periodos de tiempo diferentes. No obstante, podríamos preguntarnos por los factores que unos y otros tuvieron en cuenta a la hora de sugerirnos unas lecturas y no otras (curiosamente ambos seleccionaron a Javier Marías y en los dos casos arrasa la novela), e incluso podríamos recriminarle a Boxall que en su nómina solo aparecieran tres obras escritas en castellano: el Quijote de Cervantes, Fortunata y Jacinta de Galdós y Corazón tan blanco de Javier Marías.
Nos gustan las listas. Es innegable que de entre el maremágnum de textos escritos y publicados a lo largo de toda la historia de la humanidad nos vemos obligados a escoger, y que necesitamos de un cicerone que vaya marcándonos el camino por entre las líneas del universo literario; alguien que determine quién dejará su huella indeleble en el barro inconsistente de la memoria. Pero, ¿qué convierte a una obra en clásico?, ¿de qué autores se acuerda la Historia Literaria?, ¿sobre qué aspectos se erige una tradición?, ¿qué criterios han de tenerse en cuenta en la elaboración de un canon?
Para responder a todas estas preguntas se impone, en primer lugar, definir
el concepto de canon y comprender que, al igual que sucede con la noción de literatura, su significado no ha sido el mismo a lo largo de la historia. Resulta de vital importancia, para no perderse en el terreno baldío de la polémica y la discusión, comprender y aceptar que los criterios de constitución de una Historia Literaria son cambiantes y variables e incluso replantearse el concepto mismo de clásico.
Como veremos más adelante, escoger unas obras implica crear cánones alternativos, apócrifos, paralelos, en ocasiones de igual o mayor importancia y representatividad en nuestro devenir histórico. Por ese y otros motivos, tal vez haya que hablar de cánones en plural, y no de un único canon, sino de «cánones diversos, sistemas que se complementan, sustituyen y suplantan» (Pozuelo, 1996, p. 4).
3. ¿QUÉ ES EL CANON?
Enric Sullà abre su compilación de artículos y textos relativos al canon literario con la siguiente definición. El canon literario es «una lista o elenco de obras consideradas valiosas y dignas por ello de ser estudiadas y comentadas» (Sullá, 1998, p. 12). Pero lo que pretende ser una definición «sencilla y práctica» contiene términos que de nuevo planean peligrosamente sobre el terreno de lo subjetivo: ¿quién determina lo valioso de una obra literaria?, ¿en qué reside esa valía? o ¿por qué unas obras son dignas de ser estudiadas y otras no? A todo ello hay que sumarle que Sullà estima, o al menos eso podemos deducir de su afirmación, que los encargados de elaborar un canon han de ser cuando menos filólogos, pues las obras escogidas han de ser «comentadas», imaginamos que en el sentido de un análisis de textos, y «estudiadas», lo que nos lleva a la práctica docente y a otra de las grandes cuestiones que plantea el concepto de canon: qué lecturas elegimos para enseñar y leer en la educación Primaria, Secundaria, el Bachillerato y en el ámbito universitario.
Henry Louis Gates (en una obra cuyo título, Las obras del amo, permite enmarcarlo dentro las corrientes que reivindican la recuperación de la tradición literaria afroamericana) ofrece, por su parte, una definición mucho más amplia pero, no por ello, menos alejada del debate académico: el canon como «el cuaderno de lugares comunes de nuestra cultura común, donde copiamos los textos y títulos que deseamos recordar, que tuvieron algún significado especial para nosotros» (apud Sullà, 1998, pp. 165–166). Gates apela a nuestro lado emocional, ese que nos hace escoger la literatura como una parte especial de nuestras vidas o que ha decidido en un momento dado cuál sería nuestra dedicación profesional. «Trato
de recordar a mis alumnos universitarios que cada uno de nosotros eligió la literatura a partir de esos cuadernos de lugares comunes, ya sea literal o simbólicamente» (ibid., p. 166). En este sentido, su definición se acerca a una de las formuladas por Bloom en su Elegía al canon occidental:
El canon, una vez lo consideremos como la relación de un lector y escritor con lo que se ha conservado de todo lo que se ha escrito, y nos olvidemos de él como lista de libros exigidos para un estudio determinado, será idéntico a un Arte de la Memoria literario (Bloom, 1994, p. 27).
Ambos autores coinciden en una definición descriptiva del canon y se alejan de las consideraciones preceptivas que otros estudiosos le otorgan a través de preguntas como qué se debe leer o qué se debe seleccionar. Asimismo, tanto Bloom como Gates creen que existe una especial relación entre lector y texto, y que esa selección de obras y autores contiene una vertiente individual en la medida en que, como afirma Gates, hay libros que a nivel particular (pues no hay otra forma de entenderlo) han tenido una especial trascendencia en nuestras vidas.
Pero este último aserto choca de forma abrupta con otra de las ideas presentes en la definición expuesta por Gates, la de un canon que sea representativo de una «cultura común». Su enunciación desemboca en uno de los terrenos más abonados por la polémica y que mayores argumentos ha concedido a los cultural studies: el canon como la imagen representativa de una tradición y una cultura, el espejo en el que se reflejan los valores y la ideología compartidos por una sociedad en un momento histórico preciso. En un mundo globalizado como el nuestro resulta difícil establecer una cultura común cuando compartimos nuestras vidas con personas de razas, tradiciones y lenguas diferentes a las nuestras. El propio Gates opta por proponer un plan de estudios en el que se pudiera preparar a los estudiantes para una «cultura del mundo» y modificar así las bases que sustentan un canon que él entiende como un «baluarte […] de la cultura masculina blanca occidental» (apud Sullà, 1998, p. 187).
Es este el principal punto de enfrentamiento entre posturas como las defendidas por Gates —y otros autores a los que se ha definido como anticanonicistas— y Harold Bloom, para quien la construcción del canon debe estar basada solo y exclusivamente en presupuestos estéticos, nunca ideológicos:
…la elección estética ha guiado siempre cualquier aspecto laico de la formación del canon, pero resulta difícil mantener este argumento en unos momentos en que la defensa del canon literario, al igual que su ataque, se ha politizado hasta tal extremo. Las defensas ideológicas del canon occidental son tan perniciosas en relación con los valores estéticos como las virulentas críticas de quienes, atacándolo, pretenden destruir el canon o ‘abrirlo’, como proclaman ellos. Nada resulta tan esencial al canon occidental como sus principios de selectividad, que son elitistas solo en la medida en que se fundan en criterios puramente artísticos. Aquellos que se oponen al canon insisten en que en la formación del canon siempre hay una ideología de por medio (Bloom, 1994, p. 32).
Harold Bloom resalta la importancia de la estética y el valor artístico de los textos y, a lo largo de todo El canon occidental, argumenta que gran parte, si no toda la noción de canonicidad, reside precisamente en la originalidad (además de en otras cuestiones como el dominio del lenguaje metafórico, el poder cognitivo, la sabiduría y la exhuberancia en la dicción): «Toda poderosa originalidad literaria se convierte en canónica» (Bloom, 1994, p. 35). Pero esta afirmación tampoco coadyuva al entendimiento entre las partes. No todos coinciden en este aserto y pueden considerarse otros muchos factores a la hora de decidir si Shakespeare ha de ser o no un elemento imprescindible en el canon literario occidental. Recordemos, por ejemplo, las pautas ofrecidas por Italo Calvino en su libro Seis propuestas para el próximo milenio, nacidas al calor de una invitación de la Universidad de Harvard, y que el escritor italiano consideró como «los valores literarios que deberían conservarse para el próximo milenio» (Esther Calvino apud Calvino, 1998,
p. 10): levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. ¿Por qué estas pautas y no otras? La afirmación de Bloom de que «el yo individual es el único método y el único criterio para percibir el valor estético» no hace sino avivar la polémica (Bloom, 1994, p. 33).
El canon bíblico
Muy lejos de estas discusiones se encuentra la concepción primigenia de canon (del griego kanón), «una vara o caña recta de madera, una regla, que los carpinteros usaban para medir; luego, en un sentido figurado, pasó a significar ley o norma de conducta ética» (Sullà, 1998, p. 19). La consideración de canónico como algo digno de conservar o imitar, en definitiva, como algo modélico, llega con los filólogos alejandrinos, que fueron los primeros en emplear el término canon para designar «la lista de obras escogidas por su excelencia en el uso de la lengua» (Pfeiffer apud Sullà, 1998, p. 19). La doble acepción de canon, norma de conducta o ley y lista de obras escogidas, nos conduce de forma inmediata al canon bíblico. La palabra canon, referida al Antiguo y Nuevo Testamentos, no se registra hasta el siglo III d. C., si bien es cierto que con relativa anterioridad sí se aplicaba el término a las leyes concernientes al ámbito religioso, lo que permitía distinguirlas del resto de leyes humanas.
El canon bíblico supuso una selección de textos, cuya interpretación, conservación y custodia quedaron, evidentemente, en manos de la Iglesia. Pero ante todo, y por encima de otras cuestiones subyacentes, supuso la creación de un canon apócrifo, el de aquellos textos desterrados, prohibidos y desestimados por el clero. Este veto sobrepasaba la concepción de ‘ocultos’ que lleva aparejada la etimología griega del término apókryphos e implicaba una acepción peyorativa, la de textos ‘bastardos’, falsos o fingidos:
Apócrifos quería decir ‘escondidos’, pero llegó a significar ‘espúreos’ y en estos momentos significa ‘no canónicos’. El canon posee una autenticidad de la que carecen los Apócrifos. Pero decir en qué residía o reside esa autenticidad es cosa muy complicada (Kermode apud Sullà, p. 97).
Las palabras de Kermode nos recuerdan que durante mucho tiempo, y tal vez por una continuación de lo que supuso el canon bíblico, el concepto de canon ha ido de la mano de otros como jerarquía, autoridad o institución, términos cuando menos polémicos y generadores de las disputas que salpicaron el ámbito académico (especialmente el norteamericano) en los años noventa. El canon bíblico no se cerró hasta el Concilio de Trento, en 1546, y su evolución ha demostrado «la estrecha relación existente entre el carácter de una institución y las necesidades que satisface al dar validez a los textos y a interpretaciones de los mismos» (Kermode apud Sullà, 1998, p. 98). Curtius, por su parte, nos recuerda que las escuelas medievales y renacentistas, así como las escuelas clasicistas francesas e inglesas de los siglos XVII y XVIII, respectivamente, también elaboraron cánones, listas de autores cristianos y paganos, en el caso de la época medieval, y de cánones vernáculos, en el resto de casos, que refuerzan la idea de que existe una relación clara y estrecha entre el canon y la institución y momento histórico que lo genera (Curtius, 1948, pp. 367–383).
Walter Mignolo, autor de Los cánones y (más allá de) las fronteras culturales (o ¿de quién es el canon del que hablamos?), nos propone otro ejemplo de estos vínculos (en el que nuevamente aparece la Iglesia como institución canonizadora), y lo traslada al escenario de la América en el periodo colonial:
La colonización de las lenguas en Latinoamérica […] tuvo lugar en un momento en que los valores atribuidos al texto escrito […] tuvieron un papel decisivo en la formación del canon ‘literario’ durante el periodo colonial. No solo no se imprimieron las transcripciones escritas de los discursos amerindios, sino que los únicos textos escritos fueron los que merecieron la aprobación étnica y estética de la Inquisición. […] [H]istorias basadas en textos que habían sido bendecidos por los poderes coloniales institucionales (apud Sullà, 1998, p. 245).
Para Kermode, así como para Mignolo, resulta obvio que «las instituciones confieren valor y privilegio a los textos y autorizan maneras de interpretar» (ibid., 1998, p. 111), pues no en vano, el autor británico considera que es solo a través de la exégesis de un texto como se pueden llegar a establecer las cualidades requeridas para su inclusión en el canon. Sostiene Kermode que la interpretación asegura la vida de una obra; pensemos, como docentes, en la pervivencia de sonetos como el «En tanto que de rosa y azucena» de Garcilaso o «Mientras por competir con tu cabello» de Góngora, rescatados de las pantanosas aguas del olvido gracias a la exégesis básica y neófita a la que los sometemos en el transcurso de algunas de nuestras clases de Lengua Castellana y Literatura.
No obstante, y a pesar de que todos parecen coincidir en que los textos canónicos se institucionalizan mediante la enseñanza y el estudio (de ahí la lucha por la inclusión de determinadas obras en los programas escolares), muchos reivindican una desvinculación del canon literario y las instituciones, así como de los conceptos de jerarquía y especialmente del de autoridad, que son los que hacen afirmar, tal y como hace Harold Bloom, que Shakespeare es único porque es inmortal, porque «es representado y leído en todas partes, en todos los idiomas y circunstancias» y «apela al juicio histórico de cuatro siglos» (Bloom, 1994, p. 49). Curiosamente, su postura se acerca bastante (tal vez sin desearlo, ya que se aleja de lo que Bloom había considerado como un criterio ineludible en la elaboración de un canon: la estética) a lo afirmado por E. D. Hirsch en su libro Cultural Literacy, «que los contenidos de una cultura nacional común son arbitrarios» pues «los americanos deben conocer a Shakespeare, no porque sea superior a Dante, Racine o Goethe, sino porque otros americanos conocen a Shakespeare» (apud Sullà, 1998, p. 147). Ambos se olvidan de que, a diferencia del canon bíblico, el canon literario no es una nómina cerrada de obras, y que existen multitud de autores que reivindican una lista, no con lo que los integrantes de una sociedad con cierta cultura comparten, sino con lo que deberían saber. Proponen, por tanto, el paso de un canon descriptivo a uno preceptivo, ¿qué enseñar?, ¿qué seleccionar? o ¿qué valores transmitir?, y al mismo tiempo exigen el respeto a unas cuotas representativas de la literatura femenina, negra o de cualquier literatura nacional.
La manzana de la discordia
El pistoletazo de salida lo dio Harold Bloom con la publicación en 1994 de The Western Canon. En su estudio, el crítico norteamericano arremetía directamente contra la presencia, cada día más determinante, de los estudios culturales en los departamentos didácticos de las universidades estadounidenses, y solicitaba de sus ‘colegas’ la creación de un currículum que no estuviera «politizado» (Bloom, 1994, pp. 25–51). Bloom se hacía eco en estas páginas de una tendencia cada vez más generalizada y aplastante, la de conceder una importancia desmedida a la procedencia social, étnica o sexual de los autores que debían incluirse en un hipotético canon literario. Ello suponía, y de hecho lo sigue haciendo, que otras cuestiones tales como la estética quedaran desplazadas a un segundo plano. Podríamos plantearnos qué criterios determinan la concesión de algunos premios literarios, sobre los que en más de una ocasión sobrevuela la duda de si están encaminados a contentar a minorías sociales o tapar los agujeros de las políticas de integración. Afirma Bloom:
La cuestión clave es la contención, y la gran literatura insiste en su autosuficiencia ante las causas más nobles: el feminismo, la cultura afroamericana y todas las demás empresas políticamente correctas de nuestro tiempo (ibid., p. 38).
Para el crítico nortemamericano, con los estudios culturales se renuncia a la estética, e incluso llega a afirmar que «estamos destruyendo todos los criterios intelectuales y estéticos de las humanidades y las ciencias sociales en nombre de la justicia social» (ibid., p. 45). La defensa del autotelismo de la obra literaria para determinar su inclusión en el canon y la afirmación de que el canon occidental no puede entenderse como «un programa de salvación social» ni, mucho menos, como una encarnación de «las siete virtudes morales que componen nuestra gama de valores normativos y principios democráticos» (ibid., p. 39) sintetizan bien la postura defendida por Bloom. Y lejos de negar el maridaje entre instituciones y literatura, el profesor de Yale asevera que el canon siempre ha servido a los intereses de las clases sociales más favorecidas y mejor situadas, «la Musa […] siempre toma partido por la élite» (ibid., pp. 43–44). A pesar de ello no puede afirmarse que la crítica literaria o la elaboración de un canon occidental deban convertirse en un instrumento para mejorar la sociedad o en la piedra angular de nuestro sistema de enseñanza o de transmisión de valores (ibid., p. 26). Para Bloom, el canon es una lista de supervivientes que se han abierto paso gracias a la fuerza estética de sus obras, tal vez auspiciados por el viento favorable del mecenazgo, la posición social o la simple y pura contingencia, pero en ningún caso como escritores representantes de una clase social o de la lucha de clases. El autor es un ser individual, como lo es el crítico, y ninguno de ellos puede ser considerado como el estandarte de un grupo social. La estética, eje motor en la confección del canon, es más un asunto individual que social.
Podemos estar de acuerdo con algunas de las afirmaciones que hace Bloom, y tal vez fuera necesaria la censura sobre la inclusión forzada, en las nóminas de autores estudiados en las aulas, de cuotas de minorías étnicas y sociales. Sin embargo, sus criterios a la hora de dictaminar los nombres que deben adherirse al canon occidental dejan bastante que desear. Bloom se olvida de que los valores que hicieron que algunos textos se incluyeran en la Historia de la Literatura Occidental no son los mismos que deciden hoy si un texto conformará o no ese parnaso de los escogidos. Como tampoco podemos coincidir con él en que puedan desvincularse totalmente de la noción de canon los factores sociales, políticos e ideológicos. Son muchos más valores, y no solo los estéticos, los que han participado en la elección de las obras que hoy conservamos, leemos y enseñamos en las aulas. Ciertas consideraciones políticas e históricas convirtieron a finales del siglo XIX, y durante todo el franquismo español, el Cantar de Mio Cid en un estandarte de nuestra cultura e idiosincrasia, y así lo demostró su inclusión en los programas escolares y su presencia en el ámbito académico y de investigación.
Y precisamente estos factores mantuvieron al margen del canon literario español y de nuestras aulas a gran parte de la nómina del grupo generacional del 27, hoy indiscutible en cualquier manual de literatura. No olvidemos que la selección de un canon se hace desde el punto de vista de los valores e ideologías de una época y una cultura dadas. Novelistas como Galdós, que en la actualidad goza de gran reconocimiento, no soportarían algunas de las razones que Bloom arguye en defensa de la canonicidad, como el hecho de que los autores hoy canónicos siempre han disfrutado de una posición privilegiada en las páginas de las antologías o historias de la literatura, y es innegable que en algunas ocasiones las obras seleccionadas para conformar el canon representan a una clase social. Pongamos por caso la novela europea decimonónica: Anna Karenina, Madame Bovary, La Regenta, El primo Basilio o Rojo y negro aparecen en los manuales de literatura o en los libros de textos y recogen un estereotipo, el de la mujer burguesa, adúltera y hastiada del entorno y de sí misma, y, como hacemos con el Lazarillo o con algunas novelas de Galdós, las interpretamos en cierta media como ‘documentos sociales’ en tanto que transmiten la visión de mundo de su autor y de una época.
Podemos coincidir con Pozuelo en que Bloom ha desperdiciado una buena ocasión para plantear «las auténticas cuestiones claves: ¿qué enseñar?, ¿cómo hacer que la Literatura permanezca viva en nuestras sociedades postindustriales?, [o] ¿cómo integrar ideología y estética?», y hemos de darle la razón en que el elenco de autores que ofrece depende en exceso de sus gustos y afinidades, con lo que acaba por convertirse en una «antología personal» (Pozuelo, 1996, p. 3) que ha recibido los calificativos de blanca, machista y occidental.
Al otro lado de la frontera, se encuentran aquellos que postulan, más que una destrucción o el cuestionamiento de la noción de canon, una revisión de las obras y textos que lo conforman. A estas alturas del partido, nadie pone en duda la existencia de un canon, porque su constitución es tan evidente como necesaria: «Poseemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado» (Bloom, 1994, p. 40). No obstante, la mayoría de los autores que se acercan a posturas revisionistas con una intención inquisitiva son conocidos como representantes de la Escuela del Resentimiento o incluso como anticanonicistas.
Dicho grupo es el encargado de trasladar al mundo académico una realidad plural y compleja en la que se da la circunstancia de que las minorías de una sociedad dada «rechazan la identidad que les ofrece la cultura occidental y buscan en cambio que sea reconocida su diferencia», una identidad, una tradición, unos valores y una voz propios (Sullà, 1998, p. 15). Este hecho, tal y como propone Sullà, solo puede tener dos consecuencias: la apertura del canon, para que deje traslucir un multiculturalismo, siempre deseable y cada vez más evidente en las sociedades occidentales contemporáneas, o la sustitución de ese canon tradicional por «cánones locales, parciales» (ibid.). Resulta evidente que ambas posturas entienden el canon como la representación de unos valores y de una tradición que vinculan directamente con la enseñanza, y la primera de las opciones les lleva a plantearse cuestiones como si «¿Debe considerarse el canon y, por lo tanto, los programas académicos que se basan en él, como un compendio de lo mejor o más bien como un registro de la historia cultural?» (Robinson apud Sullà, 1998, p. 127). El peligro que se cierne sobre estos estudios basados en minorías étnicas, sexuales o nacionales es el de terminar concluyendo que son necesarias determinadas cuotas, una paridad que garantice la presencia de textos y autores en los que todos los integrantes de una sociedad puedan mirarse y reconocerse. Por otra parte, es cierto que estas reivindicaciones han sido en algunos casos necesarias para rescatar obras y nombres que fueron desechados en épocas anteriores por cuestiones de raza o discriminación.
Pero la pregunta es:
[…] ¿se debería, en interés de la representación de la alteridad, tratar de incluir una muestra ‘representativa’ de las obras de tradiciones no occidentales y de las tradiciones minoritarias dentro de la cultura occidental? (Culler apud Sullà, 1998, p. 49).
Gates considera imprescindible una reformulación de los planes de estudio para incluir en ellos textos representativos de las tradiciones asiática, africana o de Europa del Este, con el fin de demostrar a nuestros alumnos que se trata de textos con una «elocuencia comparable» a la de los nuestros y, especialmente, para prepararles para «su papel como ciudadanos de una cultura del mundo» (apud Sullà, p. 187).
Mucho antes de que surgiera la polémica en torno al canon (1983), en su artículo Traicionando nuestro texto. Desafíos feministas al canon literario, Lillian S. Robinson aclara que la crítica feminista no pretende cuestionar la canonicidad de los clásicos ni atentar contra el concepto de canon como tal, sino que su intención es proponer una revisión de los textos para identificar los valores sociales que se transmiten y a partir de ahí modificarlos:
Desde luego, no se lanza ningún desafío a nociones como las de calidad literaria, atemporalidad, universalidad y otras cualidades que constituyen la razón fundamental de la canonicidad (apud Sullà, 1998, p. 122).
De esta forma, pretenden crear un contra-canon femenino, una alternativa a la tradición literaria, eminentemente masculina; pero sus aspiraciones son además conseguir que las mujeres escritoras tengan también su representación dentro de ese canon, autorizado y legitimado, digamos, por el tiempo y otros autores.
Robinson refleja en su estudio una postura bastante moderada y reconoce que gran parte de la crítica feminista se ha centrado en mujeres blancas pertenecientes a la clase alta del siglo XIX, lo cual no deja de ser contradictorio. No obstante, Robinson, si no cuestiona el canon en sí mismo, sí muestra un desacuerdo con sus principios de selección, predispuestos desde su punto de vista hacia lo masculino:
Volver a examinar estos textos [se refiere a las narraciones de las mujeres americanas entre 1820 y 1870] puede muy bien demostrar la falta de maestría y de complejidad estética, intelectual y moral que exigimos a la gran literatura. Francamente confieso que […] no he desenterrado a una Jane Austen o una George Elliot olvidadas […]. Con todo, no puedo evitar la creencia de que criterios ‘puramente’ literarios, como los que se han empleado para identificar a las mejores obras americanas, han mostrado inevitablemente predisposiciones a lo masculino (ibid., p. 124).
Asimismo, constata que la literatura de mujeres suele presentarse como algo ajeno o cuando menos como algo que no afecta al resto de la historia de la literatura, a pesar del conflicto que supone a veces determinar qué es la literatura de mujeres (¿la escrita por mujeres, la que trata sobre mujeres?), y si esa nomenclatura coincide con la de literatura femenina.
Por eso la mayoría de la crítica feminista ha dirigido sus esfuerzos a estudiar las imágenes y estereotipos que transmite el canon masculino. Para ello, trabajan en muchas ocasiones con textos paraliterarios como los cuentos infantiles, en los que se deja ver una ideología claramente sexista. Pero, cuando escogemos un relato como Blancanieves o Caperucita Roja, ¿realmente queremos transmitir a nuestros hijos los valores que emanan de estas narraciones para niños? Tal vez son otros los motivos que nos llevan a relatar esas historias y no otras.
Jonathan Culler, en El futuro de las Humanidades, advierte de los peligros de entender la educación como «la transmisión de una herencia común […] más que como un aprendizaje de los hábitos del pensamiento crítico» (apud Sullà, 1998, p. 150). Desde este punto de vista sería difícil encontrar una explicación a por qué se sigue difundiendo la herencia grecolatina en nuestras aulas, en el marco de una sociedad como la nuestra, multirracial y multicultural, cuando la tan requerida cultura común está basada principalmente en los medios de comunicación. Los estudiantes no llegan a nuestras manos como una tabula rasa, sino que «ya se encuentran inmersos en una cultura» cuando entran en nuestras universidades (e institutos) y «hasta cierto punto, permanecen en esa misma cultura con independencia de cuáles sean los libros que decidamos hacerles leer» (ibid.). Cuando optamos por incluir en una asignatura como Literatura Universal títulos como El gato negro de E. A. Poe, El extranjero de Albert Camus o La metamorfosis de Franz Kafka, no estamos pensando ni mucho menos en difundir entre nuestros alumnos los valores que los protagonistas o sucesos de las obras exhalan. ¿Qué relación pueden mantener La Celestina, La familia de Pascual Duarte o El alcalde de Zalamea (lecturas que vienen ya determinadas en algunos currículos) con los contenidos transversales que en otras muchas circunstancias sí trabajamos en las aulas? Se trata de personajes mezquinos y codiciosos (en el caso de La Celestina o La metamorfosis:), violentos, vengativos y desequilibrados: el asesinato aparece en cinco de las seis obras mencionadas —podemos excluir La metamorfosis— y el maltrato a la mujer vertebra los versos y líneas de El alcalde de Zalamea,
La familia de Pascual Duarte y El gato negro. ¿Por qué, entonces, seleccionamos estas obras?
En muchos casos, nuestra tarea como profesores nos lleva simplemente a fomentar en los alumnos el placer por la lectura, y nuestros medios para conseguirlo pasan por satisfacer gustos ya existentes, como la atracción que muchos jóvenes profesan hacia el terror, lo macabro o lo escabroso. Ello nos hace decantarnos por los Cuentos de Poe, las Leyendas de Bécquer o historias protagonizadas por asesinos, y entonces les sugerimos que lean El perfume. Sus preferencias, y probablemente las deficiencias en compresión lectora, han sustituido en las listas de lecturas obligatorias obras como Tiempo de silencio, Cien años de soledad, La colmena o Las ratas por otras pertenecientes al género de lo que denominamos literatura juvenil; en su lugar, muchos de nuestros alumnos leen hoy a Laura Gallego y sus Memorias de Idhún o las narraciones premiadas de Jordi Sierra i Fabra. El canon literario de la Enseñanza Secundaria Obligatoria tiene poco que ver con el que se enseñaba y leíamos hace apenas quince años.
En segundo lugar, los currículos oficiales de la enseñanza han comenzado a incluir desde hace unos años nombres que durante mucho tiempo estuvieron relegados a un segundo plano. Si en Estados Unidos la polémica surgía al querer interpretar la cultura, y por lo tanto también la literatura, según parámetros de raza, clase y sexo, el desafío en España parecen plantearlo «las nacionalidades históricas y su política de reconocimiento lingüístico y cultural», que exigen su espacio en las aulas y libros de textos (Sullà, 1998, pp. 17-18). Así, nos encontramos la mayoría de las veces con un currículo diseñado exclusivamente para cada comunidad autónoma, lo que hace que se incluyan y estudien nombres que no siempre aparecieron en las páginas principales de los libros de textos y restan su parcela de tiempo a los considerados clásicos. Surge de nuevo la polémica al plantearnos si la procedencia de un autor es motivo suficiente para ingresar en el canon educativo o si aquellos que elaboraron estas y otras listas observaron criterios más cercanos a las consideraciones estéticas.
Por último, otros parecen ser los hilos que manejamos en los principios de selección que rigen las lecturas escogidas para el Bachillerato. Si la literatura juvenil campa a sus anchas por los maltratados —y denostados— páramos de la Secundaria, los clásicos continúan ocupando su parcela de rigor y se resisten a abandonar el territorio conquistado. El propio currículo nos impone una selección de textos que han de ser explicados y leídos en clase: «Análisis de capítulos representativos del Quijote_», «Lectura y análisis de poemas representativos de Garcilaso, Fray Luis, San Juan, Góngora, Quevedo», «Comentario de unas escenas de _El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca» o «Lectura de una novela de Galdós» son contenidos comunes en los currículos españoles de Bachillerato.
¿Qué criterios determinan que estas lecturas se enseñen en nuestras aulas? La canonicidad de dichos textos probablemente resida en una amalgama de los muchos factores que hasta ahora hemos mencionado: su pertenencia a la tradición literaria, un consenso generalizado sobre su calidad literaria, refutado por las afirmaciones de otros autores o de la crítica literaria, su presencia y aparición en textos posteriores o el hecho de que todos las conocemos y las sentimos como propias y representativas de nuestra tradición y cultura. Reflexionemos, por ejemplo, acerca de todas las ocasiones en las que hemos oído manifestar que la novela picaresca solo surge en España como consecuencia del propio carácter español, o las numerosas identificaciones y paralelismos que se hacen entre el español de a pie y las figuras de don Quijote y Sancho. Pero ¿realmente estas obras reflejan los valores que deseamos transmitir?, y ¿es necesario o es misión de una obra literaria el hacerlo?
4. LA FORMACIÓN DEL CANON
Como legado de nuestra cultura y valores o como antología de textos elevados a la categoría de clásicos, el canon está ineludiblemente vinculado al sistema escolar y a la práctica docente. Por ello quizá debe salir cuanto antes del terreno de la discusión para ayudarnos a entender las nociones de tradición y clásico, los límites de la Historia de la Literatura, su evolución, sus cambios y su aplicación y docencia en las aulas (Pozuelo, 1996).
Para aclarar el concepto de canon y explicar su formación, Pozuelo (1995) recurre a la teoría de la semiosfera desarrollada por Iuri Lotman y la Escuela de Tartu. El objeto de investigación de estos autores es la semiótica de la cultura, es decir, el funcionamiento de la lengua en el contexto general de la cultura. Trabajan, por tanto, con textos, pero no desde la perspectiva linguocentrista de Jakobson, sino partiendo de la idea del pluralismo de los códigos culturales: para Lotman, el texto es autosuficiente en la medida en que en sí mismo constituye un universo semántico, sin embargo está siempre incluido en una cultura y forma parte de ella. La cultura se entiende, por tanto, no como un mero conjunto de textos, sino como un mecanismo con capacidad para organizarlos. La identidad de una comunidad se extrae precisamente de esos textos y de una realidad extratextual que no es sino algo derivado del propio discurso. Ahora bien, las fronteras de la cultura no son líneas nítidas y claramente delimitadas: toda cultura cobra significado por lo que es, pero también por lo que no es, todas las culturas opuestas a ella que en un constante diálogo la estructuran, transforman e incluso le otorgan su mismidad. Gracias a estas relaciones, la cultura de una sociedad dada adquiere su identidad, digamos que por oposición, y es capaz de interpretar sus códigos. Cuantas más relaciones exteriores se mantengan, y tanto más variadas sean, tanto más rica será una cultura (Lotman, 2005):
La definición misma de cultura reclama a la de canon como elenco de textos por los cuales una cultura se autopropone como espacio interno, con un orden limitado y delimitado frente al externo, del que sin duda precisa (Pozuelo apud Sullà, 1998, p. 226).
Esto hace que dentro de una sociedad nos encontremos con elementos y discursos canonizados en continua dialéctica con otros textos no canonizados que luchan por integrarse dentro del sistema. Lotman habla de un centro y una periferia; las estructuras externas al modelo establecido se sitúan al otro lado de la frontera, fuera de ese centro, y son denominadas «no-estructuras», «no-textos» y en definitiva «no-cultura». Estos integrantes de la periferia permiten definir una cultura, el canon o la identidad de una comunidad: «no hay centro sin periferia y el dominio de la cultura, su propia constitución interna, precisa de lo externo a ella para definirse», y de hecho los elementos de la periferia terminan en muchas ocasiones integrándose en el centro y transformando por ello la cultura (Pozuelo apud Sullà, 1998, p. 225).
Las reflexiones aportadas por Pozuelo a partir de la teoría de la semiosfera de Lotman nos conducen a dos conclusiones. Por un lado, de sus afirmaciones se deduce que todo canon es «histórico» y «positivo», así debemos entender el canon como un proceso en marcha, vinculado al devenir histórico y, por lo tanto, inestable, versátil y cambiante. Si a ello le sumamos la variabilidad del concepto de literatura a lo largo del tiempo y la dificultad de trazar sus fronteras, entenderemos mejor que no puede concebirse el canon como algo estático. Por ejemplo, el canon medieval integraba obras que hoy distan mucho de estar incluidas en el ámbito de lo literario: las crónicas de Indias son leídas actualmente como literatura y no como un documento social.
Por otro lado, la comparación entre la formación del canon y el funcionamiento de los sistemas semióticos revela que se trata de procesos en continua creación, pero también que para la constitución de este canon siempre se han tenido en cuenta los valores y las ideologías de su cultura, determinantes en la selección de las obras y autores que finalmente lo compondrán. Los valores y principios imperantes en una época hacen que nos decantemos por unas obras y no por otras en la configuración de una Historia de la Literatura. La concepción, hoy desterrada y vilipendiada (por las influencias románticas), de la creación literaria como imitatio ha consagrado como clásicos a autores como Berceo, Garcilaso o gran parte de la nómina que configura el Clasicismo francés o español.
Podemos concluir pues que no se puede hablar de un canon único sino de una superposición de sistemas que se complementan, sustituyen y transforman.
Si trasladamos estas reflexiones al terreno de la enseñanza, el peligro, en opinión de Walter Mignolo, reside en confundir los aspectos vocacionales con los epistémicos en la formación del canon:
A nivel vocacional, un canon literario debería verse en el contexto académico (¿qué debería enseñarse y por qué?). A nivel epistémico, la formación del canon debería analizarse en el contexto de los programas de investigación, como un fenómeno que debe ser descrito y explicado (¿cómo se forman y transforman los cánones?, ¿qué grupos o clases sociales se representan mediante el canon?, ¿qué esconde el canon?, etc.) […] Mientras que en la mayoría de las ciencias humanas enseñar significa, básicamente, enseñar el canon epistémico, con los estudios literarios […] se enseña el canon vocacional. […] [D]eberíamos llegar a la conclusión de que lo que hacen los profesores de literatura es enseñar a leer. En este punto enseñar una habilidad (como leer) se aleja de leer un conjunto de textos seleccionados por sus valores estéticos, étnicos o tradicionales (qué leer) (apud Sullà, 1998, pp. 245 y 250).
Mignolo traslada esta visión a la forma que tienen de constituirse los cánones en lo que denominamos tercer mundo, y precisa que mientras en el mundo occidental el canon se erige como objeto de debate, en estas otras literaturas ha actuado como elemento de cohesión de las comunidades humanas, tanto si se concibe como un conjunto de valores o se entiende como un conjunto de relatos. Frente a los que solicitan del mundo occidental una integración de la periferia en el centro, Mignolo reclama que esta literatura que hemos dado en situar en la periferia bien puede constituir en sí misma un centro. Todo parte de la pregunta de «¿Quién enseña el canon de quién?», y de la observación de que aquellos que reclaman la integración de textos no occidentales en el canon lo hacen desde una perspectiva vocacional y se olvidan de que existen tantos cánones como comunidades. Nada adelantamos con ir ganando terreno para incluir con una cuña relatos pertenecientes a esas otras culturas que consideramos marginales o periféricas. Mignolo recurre a un ejemplo clarificador: el Popol Vuh, que parece haberse ganado un sitio y un reconocimiento en los programas de estudios occidentales, «no tiene, para un estudioso de la literatura hispanoamericana, los mismos valores canónicos que tiene para la comunidad quiché» (ibid., p. 265):
Para evitar la tentación de proyectar valores del «primer mundo» sobre la literatura del tercer mundo, así como para evitar disminuir los criterios del «tercer mundo» comparándolos con los del primer mundo, necesitamos descripciones epistémicas de la literatura que puedan distinguirse de las definiciones vocacionales (ibid., p. 247).
La cuestión radica en que con respecto al canon literario nos comportamos al mismo tiempo como creyentes y como estudiosos. Como creyentes, necesitamos vernos reflejados en un canon que contenga nuestras tradiciones, valores, ideología y lo que la crítica literaria, las instituciones o el propio devenir histórico han considerado nuestros clásicos. Con este punto de vista nos situamos en un nivel vocacional que percibe el canon como la forma que una comunidad tiene de legitimarse y definir su territorio, reforzando o renovando su tradición. Como académicos o estudiosos nuestros esfuerzos deberían ir encaminados a estudiar cómo se configura un canon y a explicar en qué consisten esas transformaciones y, por otro lado, tratar de evitar una universalización de nuestros valores estéticos o modelos. En definitiva, la formación del canon plantea el problema de la universalidad o el regionalismo en la literatura, por lo que Mignolo, recurriendo también a Lotman, considera que:
…comprender las prácticas discursivas y las interacciones semióticas como sistemas autoorganizados más allá de las fronteras culturales sería una forma de evitar enseñar cánones literarios regionales como si fueran universales (ibid., p. 268).
Resulta cuando menos complicado no caer en la práctica de la que nos advierte Mignolo, especialmente en una época como la nuestra en la que la maquinaria occidental, sin haber dejado atrás los procesos colonizadores, y con una mal entendida globalización de los espacios y culturas, no deja de mirar por encima del hombro a esas culturas marginales y periféricas que luchan por encuadrarse en nuestros departamentos universitarios, hacerse un lugar en la sección cultural de nuestras revistas y periódicos o colgarse el galardón de algún premio literario, creyendo que con ello conquistarán un espacio de representatividad y reconocimiento en la sociedad actual, más allá de lo literario.
5. LOS CLÁSICOS. SU LUGAR EN LAS AULAS
Con frecuencia los alumnos preguntan por qué es tan importante el Quijote, si de verdad estamos ante la mejor obra de la literatura española y qué hace de ella la novela omnipresente de nuestras librerías y bibliotecas. Tres cuestiones que pueden simplificarse en una sola: por qué tenemos que leer el Quijote. Sirvan las páginas anteriores como constatación de la dificultad de responder a tales preguntas. Probablemente, en el caso de la obra emblemática de Cervantes intervienen no solo criterios como los que nos hacen afirmar que se trata de «la primera novela moderna», sino también otros tales como la repercusión que las aventuras del ingenioso hidalgo tuvo en obras posteriores, la importancia que muchos escritores le concedieron a este libro de «burlas» o la asimilación por parte de la sociedad y de nuestra cultura del estereotipo, llamémoslo así, de don Quijote de la Mancha (el personaje de Alonso Quijano se ha convertido en una entidad casi más real que el propio Cervantes). Porque como dice Calvino:
Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual (Calvino, 1992).
En definitiva, en la determinación de clásico de la literatura española interviene una pluralidad de factores, desde la aceptación del público lector hasta las valoraciones de otros literatos —coetáneos o no— pasando por la posición que ante la obra ha adoptado la crítica literaria. Los autores, sabedores de ello, no han escatimado esfuerzos a la hora de granjearse la benevolencia del «desocupado lector»:
—Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuesta, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? (Cervantes, 1998, p. 11).
Aderezado con la imprescindible ironía cervantina, este párrafo registra una imagen vívida y ejemplificadora: la del público como juez del destino que aguarda a las obras literarias, y constata la preocupación de los autores por el futuro de sus libros, depositados en manos de unos lectores a los que el escritor trata de acercarse mediante los tópicos de la falsa modestia y la captatio benevolentiae. El Prólogo al lector del Quijote finaliza con una frase que también sirve a nuestros propósitos: «Y con esto Dios te dé salud y a mí no olvide» (ibid., p. 19). Esta despedida e invocación a Dios no puede interpretarse tan solo en términos religiosos. El verbo olvidar es una clara alusión al deseo de Cervantes de que su obra perdure y de que, por lo tanto, ni Dios ni el tiempo se olviden de su nombre y de sus libros. Es la tan consabida fama que ya hacía acto de presencia en las coplas manriqueñas, por citar un ejemplo más; porque los escritores siempre han sido conscientes de que la persistencia de sus libros en la memoria de los hombres es la única forma de alcanzar la apetecida inmortalidad. Así, aconseja Monterroso:
bq. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia (Decálogo del escritor).
En algunas ocasiones, el destino de los libros ha estado a merced del lector; en otras muchas, los propios poetas han ejercido de legisladores, jueces que han determinado qué textos y nombres viajarían al parnaso de las artes:
Si por ventura, lector curioso, eres poeta y llegare a tus manos (aunque pecadoras) este Viaje; si te hallares en él escrito y notado entre los buenos poetas, da gracias a Apolo por la merced que te hizo; y si no te hallares, también se las puedes dar. Y Dios te guarde. (Cervantes, 2000, p. 21).No es Cervantes el único en elaborar un canon, en el Viaje del Parnaso o en el famoso capítulo de la quema de libros. Es bastante frecuente que sean los propios autores quienes recomienden, encumbren o seleccionen obras emblemáticas. «Todo canon […] es un ejercicio del poder sobre la literatura para determinar qué interesa» (Mainer apud Sullà, 1998, p. 274); en este sentido, quiénes mejor que los escritores para escoger, compendiar e invitar a la lectura. Desde el Viaje del Parnaso de Cervantes a la serie de artículos de Azorín (Clásicos y modernos de 1913) o José María Castellet (Nueve novísimos poetas españoles de 1970), los poetas, narradores, dramaturgos y ensayistas han condicionado y siguen condicionando nuestras lecturas a través de los paratextos (sus dedicatorias, epílogos, prólogos…), y son determinantes en la consagración de los clásicos (no olvidemos que los oficios de crítico literario y escritor han estado tantas veces enemistados como unidos en una misma persona —los poetas filólogos del 27 son un ejemplo de ello—). Así, en La noche del oráculo, su predilección por la novela policiaca hace que Paul Auster dirija nuestros pasos hasta Dashiell Hammett y El halcón maltés, y existen evidentes ecos cervantinos en Ciudad de cristal, desde las iniciales del protagonista, Daniel Quinn, hasta la aparición del tópico del manuscrito encontrado (por citar algún ejemplo).
Pero retomemos la pregunta inicial: por qué leer el Quijote. ¿Por qué tanto empeño en una obra que a nuestros alumnos les resulta tediosa, complicada e incluso inaccesible? ¿Qué nos hace tener tantos reparos a la hora de cuestionar si es una buena elección como lectura obligatoria?
Probablemente, en nuestro criterio como profesores pesen los argumentos anteriormente aducidos, sintetizados muchas veces en uno solo: el criterio de la auctoritas. La tradición ejerce una presión fundamental, la de haberla considerado durante siglos y siglos un clásico. ¿Quiénes somos nosotros para desestimar lo que otros, con mayor prestigio, ensalzaron como una de las mejores obras de toda la historia de la literatura universal?
Son dos las posturas que pueden tomarse ante tal disyuntiva: incluir a los clásicos en el sistema educativo, sin adaptaciones ni simplificación, o por el contrario optar por las lecturas que se relacionan con los intereses de nuestros alumnos, lecturas con un nivel lingüístico adaptado a su edad y que les evitan la complejidad y los obstáculos que puedan presentar las grandes obras de la literatura.
Por qué leer los clásicos, al tiempo que recoge las preferencias literarias de Italo Calvino, propone la lectura de estos textos a todas las edades y en todas las circunstancias; bien seleccionados y tutelados, servirán de guía en la elección y entendimiento de futuras obras. Probablemente la escuela —en el sentido más amplio de la palabra— sea el punto de partida con una lectura amena, lo más apartada posible de la imposición, sin notas a pie de página ni aparatos críticos que entorpezcan o retrasen al lector. Tiempo habrá con la relectura que la universalidad de los clásicos permite de que el joven comprenda o interprete de diferentes maneras esas lecturas iniciáticas. Porque «un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir» (Calvino, 1992).
De las catorce definiciones que Calvino sugiere se desprende que un clásico lo es cuando continúa estando vigente, cuando el paso del tiempo no la aleja de los lectores, cuando permite que múltiples lecturas se solapen sobre el mismo texto sin restarle valor a la interpretación primigenia:
Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o, más sencillamente, en el lenguaje y las costumbres) (ibid.).
Renunciando a las consideraciones de clásico como lo relativo a la Antigüedad grecolatina, en el ámbito artístico la palabra sigue estando asociada a voces como excelencia, prestigio o modelo digno de imitación. Así, clásicos son el David (1504) de Miguel Ángel, La Primavera (1725) de Vivaldi o Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock; obras que gozan de un reconocimiento social, que han resistido el paso del tiempo, las nuevas miradas y los cambiantes valores, y que han servido de inspiración a los nuevos artistas. La utilidad, el estilo o su pertenencia al pasado no tienen importancia a la hora de considerarlos como un clásico; de hecho, libros contemporáneos pueden también aportar esas dosis de universalidad requeridas. Por ello, Calvino recomienda combinar la lectura de los clásicos con una cuidada selección de obras de la actualidad (entendiendo por clásicos libros como El Señor de los anillos de J. R. R. Tolkien o La historia interminable de Michael Ende). Quizás en ese equilibrio resida la fórmula para acercar a nuestros alumnos a los grandes títulos de la literatura a la vez que satisfacemos sus gustos. Debemos encontrar la forma de compartir con ellos los mismos libros y personajes que a nosotros nos emocionaron y ser capaces de descubrir otros nuevos que ayuden a construir su canon particular. «Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente o que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizá en contraste con él» (Calvino, 1992).
Cada nuevo libro que leo entra a formar parte de ese libro total y unitario que es la suma de mis lecturas. Esto no ocurre sin esfuerzo: para componer ese libro general, cada libro particular debe transformarse, entrar en relación con los libros que he leído anteriormente, convertirse en su corolario o su desarrollo o refutación o glosa o texto de referencia (Calvino, 1998, p. 263).
En la configuración de ese canon personal del alumno es indispensable nuestra intervención. No es una tarea fácil. El siguiente párrafo de Entre líneas: el cuento o la vida refleja la complejidad que se le presenta al profesor cuando quiere escoger sus lecturas, lo que Luis Landero denomina «Trinidad en crisis»:
Manuel Pérez Aguado, además de profesor, es lector y escritor. Esto, bien mirado, no deja de ser un problema, porque a pesar de ser tres actividades complementarias, no obstante hay entre ellas zonas conflictivas y hasta excluyentes. Por ejemplo: hay autores, como Joyce, que le interesan al escritor, y bastante menos al lector y al profesor; al lector y al profesor les gusta Galdós, y al escritor no tanto, pero Hermann Hesse, que fue del agrado del lector en la adolescencia, ahora solo le atrae, por solidaridad con sus alumnos, al profesor. En fin, que se podrían hacer muchas combinaciones y ver cómo esa trinidad vive escindida, entre alianzas y rupturas continuas. Manuel Pérez no cree que esas trifulcas ocurran en otras trinidades, como por ejemplo en la de ingeniero de caminos, canales y puertos, donde los tres ingenieros forman de verdad una sola y armónica persona. Y eso por no hablar de los estados de ánimo. Hay días en que el profesor se levanta triste y el lector contento, o uno modorro y el otro dinámico, y hay otros días en que al escritor le gustaría mandar a hacer puñetas al profesor, y días milagrosos en que los tres compadres amanecen puestos de acuerdo en todo, como los mosqueteros. El escritor va por libre, y en general hace buenas migas con el lector. Lector y escritor a veces se burlan del profesor, que es el más viejo y cumplidor de los tres. El profesor, alguna tarde, se acuerda de cuando solo era lector y no tenía que dar explicaciones a nadie, y se acuerda también de Adorno, filósofo al que admiró durante un tiempo y que dice que tanto menos se goza de las obras de arte, cuanto más se entiende de ellas, cuanto más las pretensiones cientificistas del conocimiento van usurpando el papel de la intuición y la sensibilidad. En ese caso, al lector le entra morriña y recuerda la lejana edad en que el demonio de la literatura se le metió como una fúlgura en el alma (Landero, 2001, p. 13–14).
Lectores, escribientes que a través de citas, intertextos y menciones consagran obras y autores, críticos literarios y profesores, entre otros, formamos parte de este complejo engranaje que trata de elaborar un canon de obras emblemáticas, imprescindibles, adecuadas. A nosotros, como docentes, nos atañe una parte esencial del proceso que no podemos ni debemos eludir. La elección de nuestras lecturas obligatorias y voluntarias tal vez no resulte determinante en la integración de una obra en un futuro canon literario, pero hacernos conocedores de la polémica que suscita y las opciones que plantea puede aportarnos algo de luz en nuestra práctica diaria de selección de textos y orientación a la lectura.
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales […]. Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací (Borges, La Biblioteca de Babel).
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