Los principales precursores de Andersen fueron Shakespeare y Sir Walter Scott, y su mejor obra puede verse como
una amalgama de Sueño de una noche de verano y el casi
igual de magnífico «Cuento de Willie el errante», perteneciente a Redgauntlet, de Scott, con una cierta adición
de Goethe y del «Romanticismo Universal» de Novalis y de
E. T. A. Hoffmann. La «renuncia» goethiana fue clave en
el arte de Andersen, que en rigor sólo adora a un dios al
que puede llamarse «Hado». Aunque Andersen fue sumamente original en sus cuentos de hadas aceptó encantado
esa estoica aceptación del hado que provenía del folclore.
Nietzsche sostenía que, por el bien de la vida, origen y objetivo debían mantenerse separados. En Andersen no había
ninguna intención de separar origen y objetivo. Ello le costó
muchas satisfacciones en la vida: nunca tuvo una casa propia o un amor duradero, pero consiguió una extraordinaria
literatura.
Al igual que en Walt Whitman, la verdadera orientación sexual de Andersen era «homoerótica». En la práctica, los dos enormes escritores eran «autoeróticos», aunque la añoranza que Andersen sentía por las mujeres era más conmovedora que los gestos de Whitman, mayormente
literarios, hacia la heterosexualidad. Pero Whitman era
un poeta-profeta que ofrecía la salvación, y apenas era
cristiano. Andersen profesaba una devoción más bien
sentimental por el niño Jesús, pero su arte es por naturaleza pagano.
Su contemporáneo danés, Kierkegaard, lo
captó enseguida con perspicacia. Desde la perspectiva del
siglo XXI, Andersen y Kierkegaard se reparten extrañamente la eminencia estética de la literatura danesa. En
este capítulo sobre Andersen, quiero definir con precisión
las cualidades que mantienen imperecederos sus cuentos, con ocasión del bicentenario de su nacimiento en el
2005. El mismo Kierkegaard interpretó correctamente su
propio proyecto como el esclarecimiento de lo imposible,
que resulta ser cristiano en una sociedad ostensiblemente
cristiana. Andersen albergaba secretamente un proyecto
distinto: el de seguir siendo niño en un mundo ostensiblemente adulto.
Personalmente no encuentro ninguna diferencia entre
la literatura infantil y la buena o magnífica literatura
para niños extraordinariamente inteligentes de todas
las edades. J. K. Rowling y Stephen King son escritores
igual de malos, oportunos titanes de nuestra nueva Era
Oscura de las Pantallas: ordenadores, películas, televisión. Uno sigue incitando a los niños de todas las edades a que lean a Andersen y a Dickens, a Lewis Carroll
y a James Joyce, en vez de a Rowling y a King. A veces,
cuando digo esto en público me preguntan a continuación: ¿y no es mejor leer primero a Rowling y a King, y
seguir después con Andersen, Dickens, Carroll y Joyce?
La respuesta es algo pragmática: nuestro tiempo aquí
es limitado. Lees y relees necesariamente a costa de otros
libros. Si viviéramos varios siglos podría haber mundo y
tiempo suficientes, pero los principios de la realidad nos
fuerzan a que elijamos.
Acabo de leer los veintidós Cuentos de Hans Christian
Andersen. Este tituló sus memorias El cuento de hadas de
mi vida, donde deja patente lo doloroso que fue su ascenso
desde la clase trabajadora de Dinamarca a comienzos del
siglo XIX. La fuerza motriz de su carrera fue la obtención de fama y honor sin olvidar lo duro que había sido
el camino hasta arriba. Sus recuerdos de cómo su padre
leía para él Las mil y una noches parecen más poderosos que los de las circunstancias reales de su educación.
Integrar las biografías de Andersen resulta un proceso
curioso: cuando me aparto de lo que he aprendido en ellas
tengo la impresión de que hay una notable franqueza en
el adolescente Andersen, quien marchó hacia Copenhague
y sucumbió ante la amabilidad de los desconocidos. Esta
peculiar franqueza le duró toda la vida: viajó por toda
Europa presentándose a sí mismo a Heine, Víctor Hugo,
Lamartine, Vigny, Mendelsohn, Schumann, Dickens, los
Brownings y otros muchos.
Seguidor de los nombres consagrados, ansiaba sobre todas las cosas convertirse en
uno, y lo consiguió con la invención de sus cuentos de
hadas.
Andersen fue un autor escandalosamente prolífico en
todos los géneros: novelas, libros de viajes, poesía, obras
de teatro, pero en lo que sobresalió de forma absoluta,
y así será siempre, fue en sus excepcionales cuentos de
hadas, a los que convirtió en una creación propia que unía
lo sobrenatural y la vida corriente por vías que siguen
sorprendiéndome aún más que los cuentos de Hoffmann,
Gógol y Kleist, dejando a un lado al sublime y atroz pero
ineludible Poe.
La frustración sexual es la obsesión dominañte si bien
oculta de Andersen, encamada en sus brujas, en sus gélidas tentadoras y en sus princesas andróginas. La progresión de sus historias de hadas avanza a lo largo de más
de cuarenta años de visiones y revisiones, y todavía hoy no se ha estudiado completamente.
Aquí ofreceré breves
impresiones y valoraciones críticas de seis cuentos: «La
sirenita» (1837), «Los cisnes salvajes» (1838), «La reina
de las nieves» (1845), «Los zapatos rojos» (1845), «La sombra» (1847), y «Tía Dolor de Muelas» (1872).
En su vivida superficie, «La sirenita» sugiere una parábola de renuncia y, sin embargo, según mi propio sentido
literario del cuento, se trata de una historia de terror
centrada en la figura sumamente pavorosa de la bruja
del mar:
"Llegó entonces a un claro del bosque, grande y resbaladizo, donde grandes y gordos caracoles marinos retozaban dejando ver sus repugnantes vientres amarillos.
En medio del claro se alzaba una casa hecha con los huesos de seres humanos naufragados. Allí estaba la bruja,
dejando que un sapo comiera de su propia boca, como
los humanos dejan que un pequeño canario coja de su
boca un terrón de azúcar. A los feos y gordos caracoles
de mar los llamaba sus pollitos y los dejaba corretear por
su enorme pecho esponjoso.
-¡Ya sé lo que quieres! -dijo la bruja del mar-, ¡Te
has vuelto loca! Pero harás lo que deseas, aunque te
causará grandes desgracias, mi bella princesa. Quieres
librarte de tu cola de pez y tener en su lugar dos columnas para poder caminar igual que los humanos, para que
el joven príncipe se enamore de ti y puedas conseguir tu
alma inmortal.
En ese mismo momento, la bruja rio de forma tan
violenta y repugnante, que el sapo y los caracoles se
cayeron y rodaron por el suelo.
-Llegas en el momento oportuno -dijo la bruja-.
Mañana cuando salga el sol, no podría ayudarte hasta
que pasara otro año. Te prepararé una bebida, y antes
de que salga el sol nadarás hasta la costa, te sentarás
en la orilla y te beberás mi poción y entonces la cola
se te rajará y se irá apretando hasta formar lo que los humanos llaman piernas preciosas, pero dolerá como
si te estuvieran atravesando con una afilada espada.
Todos los que te vean dirán que eres la muchacha más
bella que han visto. Conservarás tu andar ondulante, no
habrá bailarina que pueda igualarte, pero cada paso que
des será como si pisaras un cuchillo afilado, y sangrarás.
¿Estás dispuesta a sufrir todo esto?
—¡Sí! -dijo la princesita con voz trémula, pensando en
el príncipe y en conseguir un alma inmortal.
-Pero piensa -dijo la bruja- que en cuanto hayas
adoptado forma humana no podrás volver al mar para
ir con tus hermanas al palacio de tu padre, y si no consigues que el príncipe te ame tanto que llegue a olvidar
a su padre y a su madre, que derrame sobre ti sus pensamientos y que diga al sacerdote que junte vuestras
manos, no conseguirás tu alma inmortal. A la mañana
siguiente al día que él se case con otra, tu corazón se
romperá y te convertirás en espuma de mar.
-¡Sí, quiero hacerlo! -dijo la sirenita, pálida como
una muerta.
-¡Pero, además, tendrás que pagarme! -dijo la bruja-.
Y no es poco lo que voy a pedir. Tienes la voz más bella de
las profundidades del mar y piensas hechizar con ella al
príncipe, pero quiero que me regales esa voz. Lo mejor
que tú posees te lo pido yo a cambio de mi valiosa bebida.
Pues en ella te daré mi propia sangre, para que la bebida
corte como una espada de doble filo.
-Pero si te quedas con mi voz -dijo la sirenita-, ¿qué
me quedará a mí?
—Tu preciosa figura -dijo la bruja—, tu caminar ondulante y tus ojos expresivos; con ellos podrás fascinar a cualquier
ser humano. ¡Vaya, pierdes el valor! Anda, saca tu lengüetita y te la cortaré en pago por mi poderosa bebida". (La sirenita y otros cuentos, Enrique Bernárdez (trad.), Madrid, Anaya,
2004, pp. 95-96)
---
Hay algo ciertamente espantoso en todo eso, prácticamente sin equivalente en la literatura fantástica. Tiene
la dignidad estética del gran arte y, sin embargo, produce
escalofríos. La imaginación de Andersen es tan cruel como
poderosa, y «La sirenita» resulta mínimamente convincente -para m í- en su benigna conclusión. La historia
debería concluir con la sirenita que salta del barco al mar
y siente que su cuerpo se disuelve en espuma. Había algo
en Andersen que no podía tolerar tal sacrificio nihilista y
por ello permite un ascenso en el que la protagonista se
une a las hijas del aire recuperando así su voz. La dificultad estética no está en el sentimentalismo sino en la
sublimación, en una prevención contra el impulso erótico
que podría estar bien en un santo, pero casi nunca en la
literatura de imaginación.
No hay ninguna alegoría coherente en «La sirenita»,
y a quienquiera que encontrase una enseñanza moral
en ella deberían pegarle un tiro; afirmación que hago
más en el espíritu de Mark Twain que en el de Flannery
O’Connor. Prefiero la revisión que hace Andersen de un
cuento popular danés, «Los cisnes salvajes», que culmina
en una total ambivalencia cuando otra doncella muda,
la bella Elisa, vive un segundo matrimonio con un rey
tan imbécil que casi la quema viva por bruja, instigado
por un perverso arzobispo. Unas segundas nupcias tan
inverosímiles resultan apropiadas en un cuento en el que
los once hermanos de Elisa experimentan una radical
metamorfosis diaria en once cisnes salvajes:
"-Mis hermanos y yo -dijo el mayor- volamos como
cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo. En cuanto
se oculta, recobramos nuestra forma humana; por eso
cuando se pone el sol hemos de tener cuidado para poder
apoyar los pies, pues si estamos volando entre las nubes
caemos, como personas que somos, al vacío. No vivimos
aquí; al otro lado del mar hay un país tan bello como este,
pero el camino es largo, tenemos que cruzar el gran mar
y no hay en todo el camino una sola isla en que poder
pasar la noche, excepto un pequeño arrecife que descolla
en medio del agua. Apenas tiene tamaño suficiente para
que podamos descansar en él muy apretados, y cuando
hay mar fuerte el agua salta por encima de nosotros". (Fuente: «Los cisnes salvajes», en La sirenita y otros cuentos, obra citada, pp. 153-154.)
.
Esa visión posee la extrañeza del mito perdurable. Hay
un trasfondo inquietante aquí. ¿Somos, en nuestra juventud, cisnes salvajes de día y humanos de nuevo sólo por la
noche mientras descansamos en un pequeño lugar solitario en medio de un abismo? Meditando sobre el yo de hace
medio siglo me veo, a mis setenta y cuatro años, inclinado
hacia un sentido shakespeariano de lo maravilloso gracias
a la fantástica metáfora ampliada de Andersen.
En dos famosas historias de 1845, en el ecuador de su
vida, Andersen alcanza un vivo poder de imaginación. A
«La reina de las nieves» lo denomina Andersen un cuento
en siete episodios o un «rompecabezas de hielo», frase
maravillosa que pertenece y alude a la inconclusa novela
visionaria de Novalis, Heinrich vori Ofterdingen. En ella
un malvado trol, el diablo mismo, crea un espejo, a la
postre fragmentado, que es la esencia de la reductividad,
es decir, que lo que de verdad parece cualquier persona
o cosa no es más que la peor manera en que puede ser
vista. En el centro del cuento de Andersen se encuentran
dos niños que al principio desafían toda reductividad:
Gerda y Kai.
Son pobres, pero aunque no son hermanos
los une un amor fraternal. La bella pero gélida Reina de
las Nieves se lleva a Kai, y Gerda sale en su busca. Una
anciana bruja, buena pero posesiva, se apropia de Gerda,
quien sale al gran mundo para proseguir su búsqueda
de Kai. Pero mi resumen es una parodia desesperanzada de
la alegre ironía de Andersen en una narración en la que hasta las criaturas más amenazadoras desfilan con un
frenesí fantasmagórico: el reno que habla, una bandolera
que ofrece su amistad blandiendo un cuchillo, las Luces
del Norte, los copos de nieve vivientes. Cuando Gerda
encuentra a Kai en el castillo de la Reina de las Nieves
comienza a besarle hasta que se descongela. Rescatado
así, emprenden el camino de vuelta a casa hacia un perpetuo verano de felicidad ambiguamente sexual.
Lo que fascina de «La reina de las nieves» es lo llena de
recursos y de fuerza que se muestra Gerda a lo largo de toda
la historia y que emanan de su libertad o de su rechazo a
toda reductividad. Ella es una defensa implícita del poder
de Andersen como contador de historias; es la inagotable
autoconfianza del cuentista. Quizá Gerda sea la respuesta
de Andersen a Kierkegaard, poco admirador suyo. Gerda
puede hacer frente al Kierkegaard más asombroso: el de
El concepto de la angustia, La enfermedad mortal, Temor
y temblor, Repetición. Los mismos títulos son propios del
mundo de la Reina de las Nieves más que del reino de
Gerda y Andersen.
El inquietante y famoso cuento «Los zapatos rojos»
siempre me ha sobrecogido. Los bellos zapatos de baile rojos arrastran a Karen a una existencia maldita de
perpetuo movimiento que no cesa ni siquiera cuando le
amputan los pies por propio consentimiento. Unicamente
con su muerte santificada se obtiene la liberación. Oscuramente enigmático, el cuento de Andersen apunta a lo
que Freud llamó sobredeterminación, y convierte a Karen
en la antítesis de Gerda.
«La sombra», escrita durante un caluroso verano napolitano en 1847, puede que sea la obra maestra más evasiva
de Andersen. El autor y su sombra deciden separarse,
siguiendo la tradición de cuentos de Chamisso y Hoffmann,
y la sombra de Andersen es maligna como lago. Regresa
junto a Andersen y lo convence para que sea su compañe ro de viaje como sombra, es decir, como la sombra de su
sombra. El lector comienza a experimentar una perplejidad metafísica que se incrementa con la participación en
la historia de una princesa que ve con absoluta claridad
lo que está pasando, y, sin embargo, toma como esposo
a la sombra primera. Andersen amenaza con revelar la
verdadera identidad de ambos y es hecho prisionero por
su sombra, que enseguida lo ejecuta. Esta parábola enloquecida y amarga profetiza a Kafka, a Borges y a Calvino, pero de una forma más interesante nos devuelve a la
problemática y a la ambivalencia de las relaciones que
Andersen guardaba consigo mismo y con su arte.
Mi última historia preferida de Andersen es la hilarante y escalofriante «Tía Dolor de Muelas», escrita algo
menos de tres años antes de su muerte. Puede que la
hubiera concebido como su logos o palabra definidora, y
es narrada por el mismo Andersen en primera persona.
Como inventor de una risa que duele, Andersen sigue a
Shakespeare y anuncia a Philip Roth. No hay ningún
personaje en Andersen más amenazante que la Tía Dolor
de Muelas:
En el suelo había una figura delgada y larga, como
cuando un niño dibuja con tiza algo que tiene que parecerse a una persona. Un único trazo fino es el cuerpo; un
trazo y otro más son los brazos; las piernas son también
simples trazos, la cabeza es angulosa.
Enseguida la figura se hizo más clara, fue apareciendo
como una especie de vestido, muy delgado, muy fino, pero
que indicaba que pertenecía al género femenino.
Oí un susurro. ¿Era ella o era el viento que rechinaba
como un freno en la grieta del cristal?
¡Anda, era ella en persona, la señora Dolor de Muelas! Su espantosa Satania Infemalis. Dios nos libre y
proteja de su visita.
-¡Qué bien se está aquí! -musitó-. ¡Qué sitio más
bueno! Suelo cenagoso, suelo pantanoso. Aquí zumban
los mosquitos con el aguijón lleno de veneno, ahora soy
yo la que tiene el aguijón. Hay que afilarlo en los dientes
de los humanos. A ese de la cama le brillan muy blancos. Ha comido demasiado azúcar y demasiadas golosinas, cosas frías y calientes, nueces y pepitas. Pero yo
los menearé, los empujaré, fertilizaré la raíz con viento
colado, les dejaré helados hasta los pies. (Fuente: «Tía Dolor de Muelas», en Peiter, Meter y Peer y otros cuentos, Enrique
Bernárdez (trad.), Madrid, Anaya, 2004, p. 270.)
Como dice Su espantosa Majestad: «Un gran poeta tiene
que padecer un gran dolor de muelas; un poeta pequeño,
un dolor de muelas pequeño»19. La historia da vértigo: no
podemos saber si la Tía Dolor de Muelas y la amable tía
Millie (que alaba los poemas de Andersen) son la misma
persona o son dos.
La penúltima oración es: «Todo va a
la basura».
Resuena el acento de Qohélet (Eclesiastés): todo es
vanidad. Andersen fue un cuentacuentos visionario, pero
su reino de hadas era maligno. Sobre su eminencia estética no albergo ninguna duda, pero creo que todavía no
hemos aprendido a leerle.
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Cuentos y cuentistas. El canon del cuento. Harold Bloom. Páginas de Espuma.
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