viernes, 25 de octubre de 2019

Harold Blooom opina sobre Hans Christian Andersen

Los principales precursores de Andersen fueron Shakespeare y Sir Walter Scott, y su mejor obra puede verse como una amalgama de Sueño de una noche de verano y el casi igual de magnífico «Cuento de Willie el errante», perteneciente a Redgauntlet, de Scott, con una cierta adición de Goethe y del «Romanticismo Universal» de Novalis y de E. T. A. Hoffmann. La «renuncia» goethiana fue clave en el arte de Andersen, que en rigor sólo adora a un dios al que puede llamarse «Hado». Aunque Andersen fue sumamente original en sus cuentos de hadas aceptó encantado esa estoica aceptación del hado que provenía del folclore. Nietzsche sostenía que, por el bien de la vida, origen y objetivo debían mantenerse separados. En Andersen no había ninguna intención de separar origen y objetivo. Ello le costó muchas satisfacciones en la vida: nunca tuvo una casa propia o un amor duradero, pero consiguió una extraordinaria literatura. 

Al igual que en Walt Whitman, la verdadera orientación sexual de Andersen era «homoerótica». En la práctica, los dos enormes escritores eran «autoeróticos», aunque la añoranza que Andersen sentía por las mujeres era más conmovedora que los gestos de Whitman, mayormente literarios, hacia la heterosexualidad. Pero Whitman era un poeta-profeta que ofrecía la salvación, y apenas era cristiano. Andersen profesaba una devoción más bien sentimental por el niño Jesús, pero su arte es por naturaleza pagano.

Su contemporáneo danés, Kierkegaard, lo captó enseguida con perspicacia. Desde la perspectiva del siglo XXI, Andersen y Kierkegaard se reparten extrañamente la eminencia estética de la literatura danesa. En este capítulo sobre Andersen, quiero definir con precisión las cualidades que mantienen imperecederos sus cuentos, con ocasión del bicentenario de su nacimiento en el 2005. El mismo Kierkegaard interpretó correctamente su propio proyecto como el esclarecimiento de lo imposible, que resulta ser cristiano en una sociedad ostensiblemente cristiana. Andersen albergaba secretamente un proyecto distinto: el de seguir siendo niño en un mundo ostensiblemente adulto.


Personalmente no encuentro ninguna diferencia entre la literatura infantil y la buena o magnífica literatura para niños extraordinariamente inteligentes de todas las edades. J. K. Rowling y Stephen King son escritores igual de malos, oportunos titanes de nuestra nueva Era Oscura de las Pantallas: ordenadores, películas, televisión. Uno sigue incitando a los niños de todas las edades a que lean a Andersen y a Dickens, a Lewis Carroll y a James Joyce, en vez de a Rowling y a King. A veces, cuando digo esto en público me preguntan a continuación: ¿y no es mejor leer primero a Rowling y a King, y seguir después con Andersen, Dickens, Carroll y Joyce? La respuesta es algo pragmática: nuestro tiempo aquí es limitado. Lees y relees necesariamente a costa de otros libros. Si viviéramos varios siglos podría haber mundo y tiempo suficientes, pero los principios de la realidad nos fuerzan a que elijamos.

Acabo de leer los veintidós Cuentos de Hans Christian Andersen. Este tituló sus memorias El cuento de hadas de mi vida, donde deja patente lo doloroso que fue su ascenso desde la clase trabajadora de Dinamarca a comienzos del siglo XIX. La fuerza motriz de su carrera fue la obtención de fama y honor sin olvidar lo duro que había sido el camino hasta arriba. Sus recuerdos de cómo su padre leía para él Las mil y una noches parecen más poderosos que los de las circunstancias reales de su educación. Integrar las biografías de Andersen resulta un proceso curioso: cuando me aparto de lo que he aprendido en ellas tengo la impresión de que hay una notable franqueza en el adolescente Andersen, quien marchó hacia Copenhague y sucumbió ante la amabilidad de los desconocidos. Esta peculiar franqueza le duró toda la vida: viajó por toda Europa presentándose a sí mismo a Heine, Víctor Hugo, Lamartine, Vigny, Mendelsohn, Schumann, Dickens, los Brownings y otros muchos. 

Seguidor de los nombres consagrados, ansiaba sobre todas las cosas convertirse en uno, y lo consiguió con la invención de sus cuentos de hadas. Andersen fue un autor escandalosamente prolífico en todos los géneros: novelas, libros de viajes, poesía, obras de teatro, pero en lo que sobresalió de forma absoluta, y así será siempre, fue en sus excepcionales cuentos de hadas, a los que convirtió en una creación propia que unía lo sobrenatural y la vida corriente por vías que siguen sorprendiéndome aún más que los cuentos de Hoffmann, Gógol y Kleist, dejando a un lado al sublime y atroz pero ineludible Poe. La frustración sexual es la obsesión dominañte si bien oculta de Andersen, encamada en sus brujas, en sus gélidas tentadoras y en sus princesas andróginas. La progresión de sus historias de hadas avanza a lo largo de más de cuarenta años de visiones y revisiones, y todavía hoy  no se ha estudiado completamente.

 Aquí ofreceré breves impresiones y valoraciones críticas de seis cuentos: «La sirenita» (1837), «Los cisnes salvajes» (1838), «La reina de las nieves» (1845), «Los zapatos rojos» (1845), «La sombra» (1847), y «Tía Dolor de Muelas» (1872). En su vivida superficie, «La sirenita» sugiere una parábola de renuncia y, sin embargo, según mi propio sentido literario del cuento, se trata de una historia de terror centrada en la figura sumamente pavorosa de la bruja del mar:

"Llegó entonces a un claro del bosque, grande y resbaladizo, donde grandes y gordos caracoles marinos retozaban dejando ver sus repugnantes vientres amarillos. En medio del claro se alzaba una casa hecha con los huesos de seres humanos naufragados. Allí estaba la bruja, dejando que un sapo comiera de su propia boca, como los humanos dejan que un pequeño canario coja de su boca un terrón de azúcar. A los feos y gordos caracoles de mar los llamaba sus pollitos y los dejaba corretear por su enorme pecho esponjoso. 
-¡Ya sé lo que quieres! -dijo la bruja del mar-, ¡Te has vuelto loca! Pero harás lo que deseas, aunque te causará grandes desgracias, mi bella princesa. Quieres librarte de tu cola de pez y tener en su lugar dos columnas para poder caminar igual que los humanos, para que el joven príncipe se enamore de ti y puedas conseguir tu alma inmortal. 

En ese mismo momento, la bruja rio de forma tan violenta y repugnante, que el sapo y los caracoles se cayeron y rodaron por el suelo. 

-Llegas en el momento oportuno -dijo la bruja-. Mañana cuando salga el sol, no podría ayudarte hasta que pasara otro año. Te prepararé una bebida, y antes de que salga el sol nadarás hasta la costa, te sentarás en la orilla y te beberás mi poción y entonces la cola se te rajará y se irá apretando hasta formar lo que los humanos llaman piernas preciosas, pero dolerá como si te estuvieran atravesando con una afilada espada. Todos los que te vean dirán que eres la muchacha más bella que han visto. Conservarás tu andar ondulante, no habrá bailarina que pueda igualarte, pero cada paso que des será como si pisaras un cuchillo afilado, y sangrarás. ¿Estás dispuesta a sufrir todo esto?

—¡Sí! -dijo la princesita con voz trémula, pensando en el príncipe y en conseguir un alma inmortal.

-Pero piensa -dijo la bruja- que en cuanto hayas adoptado forma humana no podrás volver al mar para ir con tus hermanas al palacio de tu padre, y si no consigues que el príncipe te ame tanto que llegue a olvidar a su padre y a su madre, que derrame sobre ti sus pensamientos y que diga al sacerdote que junte vuestras manos, no conseguirás tu alma inmortal. A la mañana siguiente al día que él se case con otra, tu corazón se romperá y te convertirás en espuma de mar. 
-¡Sí, quiero hacerlo! -dijo la sirenita, pálida como una muerta. 
-¡Pero, además, tendrás que pagarme! -dijo la bruja-. Y no es poco lo que voy a pedir. Tienes la voz más bella de las profundidades del mar y piensas hechizar con ella al príncipe, pero quiero que me regales esa voz. Lo mejor que tú posees te lo pido yo a cambio de mi valiosa bebida. Pues en ella te daré mi propia sangre, para que la bebida corte como una espada de doble filo.
 -Pero si te quedas con mi voz -dijo la sirenita-, ¿qué me quedará a mí?
 —Tu preciosa figura -dijo la bruja—, tu caminar ondulante y tus ojos expresivos; con ellos podrás fascinar a cualquier ser humano. ¡Vaya, pierdes el valor! Anda, saca tu lengüetita y te la cortaré en pago por mi poderosa bebida".  (La sirenita y otros cuentos, Enrique Bernárdez (trad.), Madrid, Anaya, 2004, pp. 95-96)
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Hay algo ciertamente espantoso en todo eso, prácticamente sin equivalente en la literatura fantástica. Tiene la dignidad estética del gran arte y, sin embargo, produce escalofríos. La imaginación de Andersen es tan cruel como poderosa, y «La sirenita» resulta mínimamente convincente -para m í- en su benigna conclusión. La historia debería concluir con la sirenita que salta del barco al mar y siente que su cuerpo se disuelve en espuma. Había algo en Andersen que no podía tolerar tal sacrificio nihilista y por ello permite un ascenso en el que la protagonista se une a las hijas del aire recuperando así su voz. La dificultad estética no está en el sentimentalismo sino en la sublimación, en una prevención contra el impulso erótico que podría estar bien en un santo, pero casi nunca en la literatura de imaginación. No hay ninguna alegoría coherente en «La sirenita», y a quienquiera que encontrase una enseñanza moral en ella deberían pegarle un tiro; afirmación que hago más en el espíritu de Mark Twain que en el de Flannery O’Connor. Prefiero la revisión que hace Andersen de un cuento popular danés, «Los cisnes salvajes», que culmina en una total ambivalencia cuando otra doncella muda, la bella Elisa, vive un segundo matrimonio con un rey tan imbécil que casi la quema viva por bruja, instigado por un perverso arzobispo. Unas segundas nupcias tan inverosímiles resultan apropiadas en un cuento en el que los once hermanos de Elisa experimentan una radical metamorfosis diaria en once cisnes salvajes:

"-Mis hermanos y yo -dijo el mayor- volamos como cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo. En cuanto se oculta, recobramos nuestra forma humana; por eso cuando se pone el sol hemos de tener cuidado para poder apoyar los pies, pues si estamos volando entre las nubes caemos, como personas que somos, al vacío. No vivimos aquí; al otro lado del mar hay un país tan bello como este, pero el camino es largo, tenemos que cruzar el gran mar y no hay en todo el camino una sola isla en que poder pasar la noche, excepto un pequeño arrecife que descolla en medio del agua. Apenas tiene tamaño suficiente para que podamos descansar en él muy apretados, y cuando hay mar fuerte el agua salta por encima de nosotros". (Fuente:  «Los cisnes salvajes», en La sirenita y otros cuentos, obra citada, pp. 153-154.)

. Esa visión posee la extrañeza del mito perdurable. Hay un trasfondo inquietante aquí. ¿Somos, en nuestra juventud, cisnes salvajes de día y humanos de nuevo sólo por la noche mientras descansamos en un pequeño lugar solitario en medio de un abismo? Meditando sobre el yo de hace medio siglo me veo, a mis setenta y cuatro años, inclinado hacia un sentido shakespeariano de lo maravilloso gracias a la fantástica metáfora ampliada de Andersen. En dos famosas historias de 1845, en el ecuador de su vida, Andersen alcanza un vivo poder de imaginación. A «La reina de las nieves» lo denomina Andersen un cuento en siete episodios o un «rompecabezas de hielo», frase maravillosa que pertenece y alude a la inconclusa novela visionaria de Novalis, Heinrich vori Ofterdingen. En ella un malvado trol, el diablo mismo, crea un espejo, a la postre fragmentado, que es la esencia de la reductividad, es decir, que lo que de verdad parece cualquier persona o cosa no es más que la peor manera en que puede ser vista. En el centro del cuento de Andersen se encuentran dos niños que al principio desafían toda reductividad: Gerda y Kai. 
Son pobres, pero aunque no son hermanos los une un amor fraternal. La bella pero gélida Reina de las Nieves se lleva a Kai, y Gerda sale en su busca. Una anciana bruja, buena pero posesiva, se apropia de Gerda, quien sale al gran mundo para proseguir su búsqueda de Kai. Pero mi resumen es una parodia desesperanzada de la alegre ironía de Andersen en una narración en la que hasta las criaturas más amenazadoras desfilan con un frenesí fantasmagórico: el reno que habla, una bandolera que ofrece su amistad blandiendo un cuchillo, las Luces del Norte, los copos de nieve vivientes. Cuando Gerda encuentra a Kai en el castillo de la Reina de las Nieves comienza a besarle hasta que se descongela. Rescatado así, emprenden el camino de vuelta a casa hacia un perpetuo verano de felicidad ambiguamente sexual. Lo que fascina de «La reina de las nieves» es lo llena de recursos y de fuerza que se muestra Gerda a lo largo de toda la historia y que emanan de su libertad o de su rechazo a toda reductividad. Ella es una defensa implícita del poder de Andersen como contador de historias; es la inagotable autoconfianza del cuentista. Quizá Gerda sea la respuesta de Andersen a Kierkegaard, poco admirador suyo. Gerda puede hacer frente al Kierkegaard más asombroso: el de El concepto de la angustia, La enfermedad mortal, Temor y temblor, Repetición. Los mismos títulos son propios del mundo de la Reina de las Nieves más que del reino de Gerda y Andersen.

El inquietante y famoso cuento «Los zapatos rojos» siempre me ha sobrecogido. Los bellos zapatos de baile rojos arrastran a Karen a una existencia maldita de perpetuo movimiento que no cesa ni siquiera cuando le amputan los pies por propio consentimiento. Unicamente con su muerte santificada se obtiene la liberación. Oscuramente enigmático, el cuento de Andersen apunta a lo que Freud llamó sobredeterminación, y convierte a Karen en la antítesis de Gerda. 

«La sombra», escrita durante un caluroso verano napolitano en 1847, puede que sea la obra maestra más evasiva de Andersen. El autor y su sombra deciden separarse, siguiendo la tradición de cuentos de Chamisso y Hoffmann, y la sombra de Andersen es maligna como lago. Regresa junto a Andersen y lo convence para que sea su compañe­ ro de viaje como sombra, es decir, como la sombra de su sombra. El lector comienza a experimentar una perplejidad metafísica que se incrementa con la participación en la historia de una princesa que ve con absoluta claridad lo que está pasando, y, sin embargo, toma como esposo a la sombra primera. Andersen amenaza con revelar la verdadera identidad de ambos y es hecho prisionero por su sombra, que enseguida lo ejecuta. Esta parábola enloquecida y amarga profetiza a Kafka, a Borges y a Calvino, pero de una forma más interesante nos devuelve a la problemática y a la ambivalencia de las relaciones que Andersen guardaba consigo mismo y con su arte. 
Mi última historia preferida de Andersen es la hilarante y escalofriante «Tía Dolor de Muelas», escrita algo menos de tres años antes de su muerte. Puede que la hubiera concebido como su logos o palabra definidora, y es narrada por el mismo Andersen en primera persona. Como inventor de una risa que duele, Andersen sigue a Shakespeare y anuncia a Philip Roth. No hay ningún personaje en Andersen más amenazante que la Tía Dolor de Muelas: 
En el suelo había una figura delgada y larga, como cuando un niño dibuja con tiza algo que tiene que parecerse a una persona. Un único trazo fino es el cuerpo; un trazo y otro más son los brazos; las piernas son también simples trazos, la cabeza es angulosa. 

Enseguida la figura se hizo más clara, fue apareciendo como una especie de vestido, muy delgado, muy fino, pero que indicaba que pertenecía al género femenino. Oí un susurro. ¿Era ella o era el viento que rechinaba como un freno en la grieta del cristal? ¡Anda, era ella en persona, la señora Dolor de Muelas! Su espantosa Satania Infemalis. Dios nos libre y proteja de su visita.
-¡Qué bien se está aquí! -musitó-. ¡Qué sitio más bueno! Suelo cenagoso, suelo pantanoso. Aquí zumban los mosquitos con el aguijón lleno de veneno, ahora soy yo la que tiene el aguijón. Hay que afilarlo en los dientes de los humanos. A ese de la cama le brillan muy blancos. Ha comido demasiado azúcar y demasiadas golosinas, cosas frías y calientes, nueces y pepitas. Pero yo los menearé, los empujaré, fertilizaré la raíz con viento colado, les dejaré helados hasta los pies. (Fuente: «Tía Dolor de Muelas», en Peiter, Meter y Peer y otros cuentos, Enrique Bernárdez (trad.), Madrid, Anaya, 2004, p. 270.)

Como dice Su espantosa Majestad: «Un gran poeta tiene que padecer un gran dolor de muelas; un poeta pequeño, un dolor de muelas pequeño»19. La historia da vértigo: no podemos saber si la Tía Dolor de Muelas y la amable tía Millie (que alaba los poemas de Andersen) son la misma persona o son dos. 
La penúltima oración es: «Todo va a la basura». Resuena el acento de Qohélet (Eclesiastés): todo es vanidad. Andersen fue un cuentacuentos visionario, pero su reino de hadas era maligno. Sobre su eminencia estética no albergo ninguna duda, pero creo que todavía no hemos aprendido a leerle.

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Cuentos y cuentistas. El canon del cuento. Harold Bloom. Páginas de Espuma.

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