En medio de una emergencia mundial como la que estamos viviendo, una de las preguntas recurrentes es si nuestras relaciones sociales actuales van a cambiar y en tal caso, cómo se reconstruirán posteriormente. Ni siquiera los propios profesionales del comportamiento humano saben qué alteraciones o consecuencias —psicológicas y estructurales— traerá el panorama postpandemia, ya que no hay evidencias ni tratamientos precedentes para manejar un futuro aumento de trastornos de estrés postraumático, ansiedad, fobias o depresiones.
Por ello, tras el encierro cabe preguntarse si aparecerán nuevos valores que guíen nuestras relaciones presentes y venideras. Un indicio significativo sobre esta afectación relacional lo supone el aumento de divorcios en China después de la cuarentena: parece pasar factura el vivir veinticuatro horas diarias de aislamiento forzoso con pareja o familia, y una limitada tolerancia al sufrimiento o escasa adaptación a un escenario de privaciones. Esta situación de cierta irrealidad entre acontecimientos como muertes, vivencias de duelo directas y otras que nos mantienen en shock —confinamiento, incertidumbre— nos coloca ante cuestiones casi de tipo filosófico: ¿sabemos actuar en sociedad como miembros de un grupo o estamos demasiado dominados por el egoísmo individualista? ¿Sirven los valores egoístas y competitivos en escenarios como el actual o es necesario plantearse si hemos interpretado mal nuestro papel como seres sociales? Las posibles respuestas se pueden rastrear —cómo no— en la historia de lo que conocemos como teoría de la evolución.
La aparición de la obra de Darwin y el concepto de evolución y selección natural no solo supuso un terremoto científico de primera magnitud, sino que tuvo gran repercusión en la esfera social y política a partir de entonces. De hecho, es bastante aventurado diferenciar si las tesis de Darwin influyeron en el desarrollo de la ideología imperialista o, por el contrario, la semilla estaba sembrada con anterioridad y el naturalista inglés se inspiró en el ambiente industrial, victoriano y burgués en el que estaba inmerso. Sea como fuere, el darwinismo social, con su concepto de «la supervivencia del más fuerte» —en realidad, el mejor adaptado al ambiente—, supuso el aval «científico» a la aparición de teorías basadas en la superioridad nacional o racial y la glorificación de la competitividad como motor de la evolución, ya fueran pueblos o personalidades —la idea de los grandes líderes como responsables del desarrollo y el progreso—. Un leviatán que bebía de corrientes individualistas como la escuela escocesa de filosofía y articuló el pensamiento centrado en el egoísmo como mecanismo natural de supervivencia de la especie.
A pesar de las desgracias que provocó este paradigma sigue gozando de buena salud, si tenemos en cuenta que muchas corrientes del liberalismo actual —algunas tan estrafalariamente exageradas como los postulados de Ayn Rand— conciben a las personas como meras calculadoras de beneficios; el unicornio del «comprador racional» todavía es utilizado en ciertos modelos económicos, el culto a ciertas ciertas figuras de éxito empresarial o el énfasis en la competitividad que nos llega en mensajes destinados a destacarnos, ser nuestra propia marca y demás cháchara procedente del mundo del coaching o la empresa están bien atrincheradas hoy en día.
Está comprobado que un tipo de egoísmo genético o biológico se encuentra en la base de ciertas conductas preprogramadas de supervivencia, relacionadas con nuestro bagaje evolutivo, pero poner demasiado acento en esta variable nos lleva a ignorar fenómenos como el de la cooperación. Desde esta perspectiva se entiende como un mero intercambio en el que prima una motivación egoísta; cuanto mayor sea el beneficio particular percibido más dispuestos estaremos a asociarnos con otros humanos. Podemos encontrar definiciones como que «un acto es cooperativo si produce beneficio a ambas partes» (García, 1993), que si bien formalmente son inapelables, presentan algunas ambigüedades. ¿Qué se entiende por beneficioso? ¿Se refiere solo a cualquier tipo de intercambio con ganancia material mutua? Y aún en ese caso, ¿puede llevar aparejado un malestar menos evidente? ¿Qué pasa con las ganancias no directa e inmediatamente medibles? La prostitución, por ejemplo, podría entrar estrictamente dentro de esta descripción y es discutible que se trate de una cooperación.
Esta concepción individualista de la vertiente social de los humanos va a resentirse a partir de estas y otras limitaciones, que serán muy patentes tras la Segunda Guerra Mundial y todos los interrogantes que abrió en el campo de la antropología, la psicología social y demás disciplinas que se ocupan del comportamiento de los grupos de sapiens. ¿Cómo se explicaban tantos casos de comportamientos altruistas, en los que se arriesgaba la propia vida a cambio incluso de un daño evidente para la persona? La irrupción de la genética y su impacto en los estudios evolutivos apuntará a una característica humana aparentemente inexplicable: la cooperación más allá del grupo de parentesco, que en nuestra especie no es sencillo de determinar.
En un principio la investigación se centró en explicar el altruismo como una conducta cooperativa que no aportaba una ventaja egoísta al individuo, pero esta aproximación es reduccionista, ya que por llamativo e importante que sea, desvía la atención sobre un objeto de estudio esencial como es el intercambio recíproco. En este sentido, el trabajo de Axelrod (1981) resultó trascendental, al unir planteamientos evolucionistas con teoría de juegos. En su experimento se sometía a los sujetos a una serie de iteraciones de una variación del dilema del prisionero. En esta situación, la ganancia potencial de ser egoísta parece mayor que la de cooperar —esperando que el otro elija la opción colaborativa—, con alguien que además es desconocido. La conclusión es que tendemos a cooperar incluso con extraños, y que se trata de la estrategia correcta, porque es la que obtiene mejores resultados a largo plazo.
Este estudio, replicado entre diversas culturas con resultados consistentes, apunta a la cooperación como mecanismo evolutivo, lo que nos ubicaría como «cooperadores racionales». Se trataría por tanto de una conducta de origen tanto biológico como cultural, según la teoría de la doble vía evolutiva gen-cultura. La selección que realizan los participantes en el juego es optar por un principio de reciprocidad o intercambio donde todos ganan una recompensa material. Sin embargo, el tipo de transacciones recíprocas en que los humanos intervenimos no es totalmente libre, sino que reproduce un determinado orden social: solo nos embarcamos en aquellas que consideramos lícitas, las que la norma social indican que están permitidas. Por tanto, los actos de reciprocidad están impulsados por un orden moral, y no puramente el intercambio material, aunque sea predominante (Moreno y Narotzky, 2000).
Pese a que la tendencia sea hacia la cooperación, no todos los miembros del grupo están dispuestos a acatar las reglas, por lo que las sociedades tienden a protegerse de los tramposos y los que van por libre —free riders en la literatura académica—. Existe un dispositivo social disuasor que conocemos como castigo altruista; se trata de una penalización de conductas no cooperativas basado en un sentido de la justicia, y por tanto también con un referente moral detrás. La llamada «policía de balcón» que estamos viendo emerger durante estos tiempos de confinamiento corresponde a una expresión de este fenómeno, al que Kanehman consideró como un posible «pegamento social».
Sin embargo, los excesos de celo que se vienen observando estos días desde los balcones cuestionan la importancia del castigo altruista. En primer lugar, no implica grandes esfuerzos individuales, pues no tiene coste para el ejecutor y sí recompensas de tipo egoísta; estas exhibiciones provocan un placentero sentimiento de pertenencia en quien las realiza, pero el efecto es dudoso. Quien recibe dicho castigo puede obviarlo simplemente inhibiéndose y disfrutando de los beneficios en segundo orden, dejando que sean otros quienes cooperen. En otras palabras, el castigo altruista solo aumenta los niveles de cooperación entre quienes ya lo hacían y, por tanto, la tendencia a la cooperación social no procede de la amenaza de castigo (Acedo y Gomila, 2013).
La interpretación «racionalista», aunque más completa que el modelo individualista, presenta además otras limitaciones, aunque funcione como explicación en el plano del beneficio económico. Los estudios demuestran que tendemos a cooperar y que es un mecanismo evolutivo, pero ¿cómo decidimos colaborar con un extraño? ¿En virtud de qué criterios consideramos una transacción como equitativa o injusta? Y si nos ceñimos a un modelo economicista, también cabe preguntarse, como señalaba Adela Cortina en su libro Aporofobia, ¿qué ocurre con aquellos que no tienen nada para intercambiar?
Nos adentramos por tanto en el resbaladizo terreno de tener que determinar en cada colaboración si es equitativa, promueve el cuidado o el daño, refuerza la lealtad y demás cuestiones de tipo moral. Es la necesidad de resolver problemas de tipo social lo que nos conduce a los humanos a desarrollar sistemas morales (Curry, 2017), herramienta principal a la hora de tomar este tipo de decisiones. Este autor identifica cuatro tipos de problemáticas relacionadas: el reparto de los recursos, o el dilema de la provisión de bienes, cómo coordinar grupos más o menos amplios de personas —entraríamos en la esfera de las relaciones sociales y la amistad—, gestionar el intercambio, para lo cual es necesario desarrollar la confianza, y por último la resolución de conflictos, en sus diversas vertientes de negociación, división o concurso/competición.
Esta propuesta nos coloca en un escenario sustancialmente distinto al puro análisis coste-beneficio, puesto que cualquier sistema moral se basa en buena parte en la consideración emocional sobre lo que es correcto hacer o no. El estudio de la moralidad se había basado tradicionalmente en el análisis cognitivo de las categorías morales, aunque la evidencia apunta a que previo a este proceso ya hemos decidido intuitivamente un curso de acción; en La mente de los justos, Haidt (2019) identifica la emoción y un preprocesado cognitivo automático —guiado por nuestras creencias más arraigadas— como los componentes de lo que llamamos intuición. Hay cientos de ejemplos de dilemas morales que ilustran este doble funcionamiento, aunque quizá el más famoso —y bastante popularizado estos días a raíz de las emergencias sanitarias— sea el del tranvía, propuesto por primera vez por Philippa Foot en 1967, cuyas variaciones introducen una fuerte modulación emocional.
En este contexto moral, el elemento nuclear que posibilita la aparición de relaciones de cooperación con nuestros semejantes, y que reúne componentes tanto «utilitaristas» y de cálculo como una dimensión emocional es la confianza, dado que favorece acciones cooperativas conjuntas y supone un elemento mediador útil en la explicación de la cooperación humana. Parsons (1970, en Acedo y Gomila, 2013) la definió como «la actitud, de lealtad motivada afectivamente, para la aceptación de relaciones solidarias». Por lo tanto, se entrelazan aspectos emocionales, conductuales, cognitivos y culturales que permiten a los individuos actuar de manera motivada hacia el mantenimiento de relaciones sociales y evitar, con ello, el miedo a la incertidumbre que afecta a la sensación de seguridad en dichas relaciones. En cualquier caso, su eficacia dependerá de cómo los individuos procesan la realidad que les rodea, y esto incluye aspectos como son la influencia familiar, origen genético o contexto social en el cual nos desarrollamos (creencias, valores, hábitos, intereses, estereotipos y roles de comportamiento).
No obstante, sostener relaciones de confianza parte de una base a veces débil (Hardin, 2002) porque solo se necesitan unas pocas experiencias negativas para perderla y un conjunto de experiencias positivas reiteradas para mantenerla, lo cual constituye un obstáculo para su expansión. Por lo tanto, la falta de confianza aumenta el miedo y la inseguridad; cualquier atisbo de desconfianza en la construcción de las relaciones, en términos competitivos e individualistas, provoca que se disparen las alarmas. Desde esta perspectiva no se admiten errores en las relaciones: no se aceptan fallos que puedan hacer sospechar algún riesgo cuyo coste las personas no sean capaces de digerir. Bajo este frágil paraguas el miedo a fracasar se dispara de tal forma que tomar cualquier tipo de decisión puede implicar consecuencias catastrofistas y distorsionadas. Muchas personas siguen creyendo firmemente aquello de que «no te puedes fiar de nadie», lo que las condena a una vida de aislamiento.
La predisposición a mantener las relaciones requiere de cierto esfuerzo y compromiso que muchas personas, desde valores individualistas, no están dispuestas a asumir. O bien porque no tienen la suficiente capacidad para ello o también porque acuden a un simplificado engranaje de «esfuerzo selectivo» que encaje con su propia visión del mundo, limitada pero eficaz para aquellos individuos cuyas creencias se construyen con la idea de «solo me esforzaré con aquello que sé, con absoluta certeza, que no supondrá ningún coste para mí». Este esquema sigue una «racionalidad utilitarista», pero demasiado conservadora: confiar implica asumir riesgos, pero facilita la apertura hacia los demás, indispensable para crear relaciones satisfactorias, que cubran aspectos vitales para la supervivencia tales como percepción de seguridad, apoyo y ayuda, afectividad y vínculos fuertes. Lo contrario daría lugar a incomprensión hacia los individuos y otros conflictos que ponen en riesgo la cooperación y la solidaridad a la hora de mantener relaciones sociales sanas.
En resumen, la autarquía social es una entelequia muy peligrosa que desconecta a la persona de sus semejantes y le priva de disfrutar las ventajas de relaciones bien consolidadas. Por otra parte, en las relaciones contemporáneas predomina la lógica utilitarista en la que la cooperación es puramente un medio para obtener mis fines particulares. Estos sistemas morales, que Kohlberg (1981) definió como preconvencionales y ubicó en la preadolescencia, convierten a los demás en medios para obtener beneficios y no como un fin en sí mismos —la dignidad humana como implícita en cada uno de nosotros—.
En el otro lado del espectro tendríamos las relaciones de confianza basadas en conceptos como la de solidaridad y la compasión, que, si bien tienden a ser incluso ridiculizados como ideales «ñoños», son potentes herramientas evolutivas aún no bien exploradas. La solidaridad implica un objetivo común que mantiene la cohesión social, al tiempo que se refiere a una interdependencia entre personas que tienen diferentes habilidades y roles —durante esta pandemia estamos siendo especialmente conscientes de estas diferencias, no todo el mundo puede contribuir de la misma manera, muchos solo pueden quedarse en casa y aun así colaboran—. La compasión nos mueve a tratar de reparar el dolor ajeno y es un fuerte motor de actitudes altruistas. Sin embargo, al tratarse de conceptos más colectivistas, se han visto impactados por la lucha ideológica sostenida desde finales de la Segunda Guerra Mundial entre capitalismo y comunismo: aun en las circunstancias actuales muchas personas temen que decisiones «colectivizantes» dañen irreparablemente sus derechos individuales.
Se debate estos días si el coronavirus va a suponer modificaciones en nuestra manera de concebir las relaciones. Lo más probable es que si los hay, sean de alcance limitado: cuando se reanuden las actividades habituales, dependerá en buena parte de la orientación de quienes disponen de los medios para fomentar cambios —estructuras e instituciones—, siendo lo más probable que profundicen en el individualismo y el aislamiento social; la misma línea interrumpida por la pandemia, pero con un aporte adicional de miedo a la incertidumbre. Puede que lleguemos a replantearnos cómo enfocamos amistades, relaciones de pareja, familiares o con vecinos y extraños —sin duda habrá quien lo haga—, pero las dinámicas cotidianas, si siguen en su exigencia de productividad, cambio continuo, valoración materialista, inestabilidad, precariedad, poco tiempo disponible y soluciones individuales, dificultarán cualquier avance en este sentido.
BIBLIOGRAFÍA
Acedo C. y Gomila A. (2013). Confianza y cooperación. Una perspectiva evolutiva. Revista Internacional de Filosofía: Suplemento 18 (2013), pp. 221-238.
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Haidt, J. (2019). La mente de los justos. Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata. Barcelona, Deusto.
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Moreno P. y Narotzky, S. (2000). La reciprocidad olvidada: reciprocidad negativa, moralidad y reproducción social. Hispania, LX/1, núm. 204 pp. 127-160.
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