Con la inauguración reciente de sus elegantes dependencias reformadas, el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) ha consolidado su posición como una de las vitrinas más destacadas del mundo para la alta cultura. Diseñada por el estudio estrella Diller Scofidio + Renfro, la refacción costó US$ 450 millones; esto supera los US$ 425 millones que el museo gastó en una reforma anterior, en 2004. Aquel rediseño fue motivo de agudas críticas y en el transcurso de una década se consideró necesaria una remodelación nueva. En menos de 20 años, el MoMA gastó casi mil millones de dólares en reinventarse.
La mayor parte del dinero provino de la junta directiva del museo. Para la renovación de 2004, 50 miembros de su Consejo donaron US$ 5 millones cada uno. Esta vez, los integrantes del directorio volvieron a abrir sus billeteras, junto con David Geffen, que no forma parte de la junta pero donó la friolera de US$ 100 millones. Las grandes fortunas que hacen posibles estas segundas oportunidades suscitan preguntas sobre la composición del directorio del MoMA en épocas en que por lo general los directorios están cada vez más bajo la lupa.
Hace unos meses tanto el museo Metropolitano (Met) como el Guggenheim anunciaron que no iban a aceptar más donaciones de la familia Sackler que estuviesen vinculados con la fabricación de OxyContin, el poderoso analgésico implicado en el tendal de víctimas de los opiáceos. En julio, Warren Kanders renunció al cargo de vicepresidente del Museo Whitney debido a las manifestaciones de protesta por que fuese propietario de una empresa fabricante de recipientes de gas lacrimógeno que se usaron contra migrantes en la frontera entre EE.UU. y México. Y el 18 de octubre —tres días antes de la reapertura del MoMA— más de 100 activistas hicieron un piquete frente a la exclusiva fiesta de preinauguración, reclamando que uno de los integrantes del directorio, Laurence Fink, y su compañía BlackRock, desinvirtieran su tajada en empresas de prisiones privadas.
Casos individuales como éstos reflejan una realidad más importante de los museos: que están dominados por grandes magnates, en una época de rabia creciente por la desigualdad de los ingresos.
El MoMA es un ejemplo perfecto. De sus 51 administradores con derecho a voto, por lo menos 45 (según mi cuenta) trabajan en finanzas, en el ámbito corporativo, en bienes raíces y abogacía, o son herederos o cónyuges de grandes potentados. Solamente un puñado viene de afuera de esta casta dorada, entre ellos la escritora y actriz Anna Deavere Smith y Khalil Gibran Muhammad, profesor de Historia y Raza de Harvard. Como se ha informado ampliamente, ambos, el MoMA y el Met esperan acaudalados recién llegados que donen millones de dólares como pago por sus membrecías. (Debido a que las donaciones a museos son deducibles en su mayor parte del pago de impuestos, están leudadas con una dosis considerable de interés propio.) El arte siempre ha dependido de patrocinadores ricos. Pensemos en los Medici, en Henry C. Frick y en J.P. Morgan. A diferencia de Europa, donde los museos reciben fondos estatales significativos (aunque hoy menguantes), la mayoría de los museos estadounidenses depende fuertemente de donantes particulares. Y desde fines de los 90, cuando empezó la actual iniciativa de expansión del MoMA, los miembros de su administración parecen haber sido elegidos abrumadoramente por su riqueza y hoy repasar su directorio es como tomarle lista al 0,01 por ciento de la gente más adinerada.
Valga una muestra al azar: la presidenta del MoMA, Ronnie Heyman, es la directora general de GAF, empresa productora de techados que su esposo, Samuel Heyman, adquirió por medio de una absorción hostil. Philip Niarchos es heredero de la fortuna del magnate griego de la industria naviera Stavros Niarchos. Jerry Speyer es presidente y socio fundador de Tishman Speyer, el coloso inmobiliario dueño del rascacielos Rockefeller Center. Marlene Hess es la hija de Leon Hess, el potentado petrolero que fuera propietario del equipo de fútbol americano New York Jets. John Elkann es heredero de la familia italiana Agnelli (Fiat), John Ehrenkranz es socio mayoritario de una sociedad de gestión de patrimonio y Zhang Xin una multimillonaria empresaria china.
Muchos de los administradores del MoMA son coleccionistas fervientes de arte moderno y contemporáneo y el museo se ha beneficiado en consecuencia. Una directiva suya durante muchos años (y ex presidenta), Agnes Gund, ha financiado o donado al museo más de 800 obras. Y, siendo realistas, sin la generosidad de sus administradores el Modern podría haber pasado momentos difíciles para mantener sus puertas abiertas.
Sin embargo, la dependencia del favor de los multimillonarios tiene su precio. Hoy el mundo de los museos, marcadamente jerárquico, refleja la desigualdad de la sociedad en su conjunto. En mayo, el grupo activista Art + Museum Transparency, procurando romper “la cultura del silencio y el miedo” en el sector, publicó una planilla de cálculo en la que figuran los salarios ingresados de forma anónima por cientos de empleados de museos. De acuerdo con ella, los curadores del MoMA parecen muy bien pagados; las personas en cargos más subalternos, mucho menos.
El 31 de mayo de 2018, cuando como todos los años el MoMA dio su Fiesta en el Jardín para recolectar fondos, unos 250 empleados sindicalizados y sus simpatizantes se congregaron afuera para protestar por los sueldos bajos y el pago reducido de las horas extra. Mientras tanto, la remuneración del director Glenn Lowry, ha crecido sostenidamente y se acerca hoy a los US$ 2,3 millones anuales: es uno de los paquetes de retribución más grandes del país en su tipo.
Entre los mayores perdedores del sistema actual están los propios artistas. Con el arte considerado hoy un activo similar a las acciones y las commodities, los coleccionistas están siempre en busca de estrellas ascendentes cuya obra pueda comprarse a precios de ganga y después revenderse a valores multiplicados varias veces cuando su reputación levante vuelo. Según los movimientos del mercado, a menudo hay trayectorias que quedan destrozadas (excepto en los casos de unas pocas figuras estelares con demanda permanente).
E inclusive los artistas que conservan su popularidad por lo general solo obtienen beneficios de la venta inicial de su obra; a medida que ésta se valoriza, las ganancias van principalmente a los coleccionistas y a las casas de subasta. Los administradores de los museos tienen libre acceso a curadores y dueños de galerías que pueden indicar artistas emergentes cuya obra pueden comprar en una etapa temprana y lograr beneficios cuando su demanda se incrementa. Y con tanta gente rica que colecciona arte contemporáneo y el interés del público por el crecimiento de esta clase de arte, con frecuencia los museos procuran dedicarle más espacio para hacer que los donantes se interesen y se muestren generosos.
El Met, por caso, pagó cara tal expansión. En 2011, en su intento de hacerles lugar a más obras de arte moderno y contemporáneo, acordó alquilar durante ocho años la que fuera durante mucho tiempo sede del Whitney, que este museo abandonaba para trasladarse a su nuevo edificio en el centro de Nueva York, diseñado por el arquitecto italiano Renzo Piano.
El Met debió gastar US$ 13 millones para renovar el edificio y US$ 18 millones por año para su funcionamiento, lo que contribuyó a generar un déficit de US$ 10 millones. Y se encontró forzado a despojarse de unos 100 empleados, reducir beneficios para curadores, disminuir la cantidad de exposiciones y suspender una remodelación de US$ 600 millones planeada para su ala de arte moderno y contemporáneo. Finalmente, en septiembre de 2018 la institución se las arregló para librarse de esta enorme carga y anunció que otro museo, la Frick Collection, se haría cargo del antiguo edificio del Whitney. Otra baja a raíz del mismo lío: Thomas Campbell, director del Met, fue obligado a renunciar.
Quizá la preocupación más seria que generan los directorios de magnates sea n las posibles restricciones que establecen acerca de lo que los museos pueden exhibir. Con sus más de 3.700m2 de espacio agregado para galerías, el MoMA se propone tirar abajo jerarquías, rehacer el canon y romper con su orientación eurocéntrica, blanca y masculina. En una visita reciente al museo, vi obras deslumbrantes y comprometidas socialmente, como la serie épica de Jacob Lawrence sobre la gran migración afroestadounidense del sur al norte de la naciôn, las pinturas de Michael Armitage sobre la desesperanza africana y la escalofriante instalación The Killing Machine, de Janet Cardiff y George Bures Miller. En una de diversas yuxtaposiciones atrevidas que los críticos aprecian, el museo ha colocado Les Demoiselles d’Avignon de Picasso, con sus figuras primitivistas de cinco mujeres de la calle, cerca de American People Series #20: Die, de Faith Ringgold, frenética imagen de una protesta racial sangrienta.
No vi mucho, sin embargo, sobre cuestiones urgentes como la desigualdad de los ingresos, la desindustrialización o el crecimiento del populismo. ¿Por qué, pensé, no había más a propósito del impacto de Wall Street sobre Avenida del Trabajo o la crisis financiera de 2008, raíces de tanto malestar en el mundo de hoy?
Una portavoz del museo afirmó que sus directivos no cumplen el rol de tomar decisiones para sus exhibiciones, que solo están definidas por el “sólido equipo curatorial” de la institución, en consulta regular con los artistas. Pero la influencia de un directorio no tiene que ser manifiesta para hacerse sentir profundamente. Los curadores son, sin duda, lo bastante astutos para saber hasta dónde pueden llegar en su cuestionamiento a un sistema cuyos administradores son pilares de tanto peso. En última instancia es difícil medir el impacto de la riqueza de los directivos sobre el contenido de un museo, y desde luego alguien podrá señalar tal o cual excepción, pero es un tema que merece mucho más análisis del que se le ha otorgado.
A los superricos, la pertenencia al directorio de un museo les reporta muchos beneficios, como elevar su estatus social, el acceso a otros poderosos, el realce de la propia imagen. Steven A. Cohen constituye un buen ejemplo. Como director de SAC Capital, el fondo de inversiones de riesgo que fundó en 1992, Cohen amasó una fortuna que supera los US$ 9.000 millones; pero le interesaban también el respeto y el reconocimiento, y el mercado del arte indudablemente lo ayudó a conseguirlos. Con el tiempo, su esposa Alexandra y él reunieron una colección de obras de Picasso, de Kooning, Pollock, Warhol, Koons y otros, valuada en US$ 1.000 millones. Más adelante, Cohen y su firma pasaron a ser investigados por abuso de información privilegiada. Uno de sus gerentes fue detenido y sentenciado a nueve años de prisión y SAC Capital debió pagar multas por US$ 1.800 millones. El propio Cohen nunca debió enfrentar cargos penales pero en enero de 2016 se le prohibió administrar dinero de inversionistas externos durante dos años.
En la primavera de 2017 ingresó al Consejo del MoMA. En junio de 2017 el museo anunció que la esposa y él donaban US$ 50 millones para su campaña de recaudación de fondos y que, como reconocimiento por el donativo, la galería contigua más grande se iba a llamar Centro Steven y Alexandra Cohen para Exhibiciones Especiales. Los Cohen, declaró Glenn Lowry, son “filántropos increíbles” cuya “generosidad de larga data ejemplifica el profundo compromiso que tienen en compartir el arte de nuestro tiempo con el público más vasto posible”. El valor de esta afirmación para la reputación de Steven Cohen fue inestimable.
El presidente del MoMA, Leon Black, también es un ávido coleccionista. En 2012 compró en subasta una versión de El grito de Edvard Munch por US$ 119,9 millones: el tope pagado hasta ese momento por una obra en subasta. El patrimonio neto de Black se calcula en US$ 7.000 millones, derivado en su mayor parte de Apollo Global Management, empresa de capital de inversión que dirige y que se especializa en comprar compañías, reestructurarlas y venderlas con ganancias.
Algunos dicen que las empresas de capital de inversión cargan de deudas las compañías y las despojan de sus activos antes de venderlas; otros dicen que invierten en compañías para aumentar su productividad y hacerlas rentables. Sin duda, se dan los dos casos, pero como demuestran los estudios, en la mayoría de las situaciones los beneficios corresponden de manera abrumadora a los directivos y los inversores, a expensas de los trabajadores.
En noviembre de 2018 el MoMA anunció que Black y su mujer donaban US$ 40 millones al museo y que, en agradecimiento, la institución crearía el Debra & Leon Black Family Film Center, en dos pisos del edificio Ronald S. & Jo Carole Lauder (dinero de Estée Lauder). La donación se anunció en la cena de gala anual del MoMA a beneficio del cine. Auspiciada por Chanel, la velada incluía una presentación de la obra del homenajeado de la noche —Martin Scorsese— en las salas de los Roy & Niuta Titus Theaters (dinero de Helena Rubinstein). Semejante mezcla de celebridades desvia la atención del rol que compañías como la de Black han desempeñado en la continua transferencia de riqueza de la clase media a la élite adinerada en los últimos 30 años.
¿Hay alternativa al sistema actual? Una posibilidad obvia sería aumentar sustancialmente el financiamiento público de las artes en general y de los museos en particular. El presupuesto de la Dotación Nacional para las Artes en EE.UU. se ha mantenido estancado durante los 20 últimos años. En 2018 el MoMA recibió 22.000 miserables dólares de fondos oficiales contra los US$ 136 millones que obtuvo de particulares.
Tal situación es comprensible a la luz de los periódicos alborotos públicos respecto de obras provocativas, e incluso su censura, como con la tristemente notoria cancelación de una muestra de fotos homoeróticas de Robert Mapplethorpe en 1989. Pero en realidad el MoMA percibe un apoyo público sustancial a través de las desgravaciones impositivas que logran sus acaudalados donantes, así como por su propia condición de organización no lucrativa. En los hechos, el público subsidia al museo sin tener a cambio ni voz ni voto en su gobierno.
Como contrapartida del status de organización sin fines de lucro, la administración pública podría requerir que el MoMA y otros museos adjudicaran cargos del directorio a personas que no consagran su vida a ganar dinero. La presencia de críticos de arte, historiadores, arquitectos y dirigentes de organizaciones no lucrativas podría forzar a los museos a considerar una disposición mucho más amplia en cuanto a puntos de vista. Acerca de un mayor financiamiento público de establecimientos de esta îndole, puede pensarse que es una posibilidad remota en los Estados Unidos de hoy, pero el momento político actual ha dado lugar a nuevas oportunidades. Si se elevaran los impuestos a la gente muy acaudalada, cosa que la mayoría de los candidatos presidenciales demócratas apoya, podrían destinarse más fondos públicos a museos y bibliotecas, centros de artes interpretativas y otras entidades culturales. Se trata de instituciones populares en todo el país y darles apoyo podría convertirse en una bandera de lucha eficaz. Si esta situación no cambia, las protestas solo irán en aumento, serán cada vez más intensas.
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©The New York Times Traducción: Román García Azcárate
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