La poética del exceso se impone en dos dimensiones. La del combate literario contra la realidad, la del pulso con la memoria —por un lado— conduce a algunos de los pasajes más intensos y memorables de los libros (como la limpieza de la casa de la abuela tras la muerte del padre, o el tedioso caminar por la nieve de los adolescentes cargados con botellas de alcohol, que no en vano tantísimos lectores recordamos con emoción). La adicción a la escritura, la acumulación incesante de prosa —por el otro lado— nos enfrenta a cientos de páginas narrativas olvidables en todas las etapas de su vida y a las innecesarias quinientas de ensayo en el centro de Fin.
Ese intento de lectura de conjunto de la vida de Hitler, la Europa de la primera mitad del siglo XX y la filosofía sobre el Holocausto solo puede ser juzgado como un pecado de hibris. Borracho de escritura, Knausgård produce en unas semanas un texto larguísimo que hubiera necesitado años de lectura, reflexión y redacción para ser realmente relevante. Sus ideas sobre la relación entre el tú y el yo, en el contexto de la importancia de los nombres propios, que atraviesa las 1016 páginas del volumen, son muy atractivas; pero se diluyen cuando se enfrentan a obras que reclaman años de estudio que él no les ha dedicado (en vez de leer las páginas sobre Paul Celan, por ejemplo, recomiendo la lectura del mejor libro que se ha escrito sobre su obra, Poesía contra poesía, de Jean Bollack).
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“En la historia del arte noruego la ruptura llegó con Munch, fue en sus cuadros donde el ser humano llegó a ocupar todo el espacio por primera vez”, afirma en La muerte del padre. La fascinación por el pintor nórdico se prolonga hasta el nuevo libro de Knausgård, que en inglés se ha titulado So much longing in so little space. En el catálogo de la exposición Hacia el bosque. Knausgård sobre Munch, que tuvo lugar hace dos años en el Museo Munch de Oslo, escribió que el artista “no se preocupó por la calidad, no se preocupó por los aspectos técnicos de la pintura, estaba solamente interesado en la esencia”, ya que “odiaba la ornamentación y la belleza, si se interponían en el camino de la verdad”.
Los grandes pintores del cambio del siglo XIX al siglo XX reformularon, en efecto, las ideas de mímesis y de academia, representando el mundo tal y como lo sentían o lo pensaban, en lugar de cómo lo veían (que era tanto a través de los ojos como a través de la memoria de la tradición). Paradójicamente, Knausgård acomete un siglo después una operación similar, pero mediante una suerte de hipermímesis, como si el realismo extremo pudiera ser la inyección de adrenalina que reanime el cuerpo inerte de la novela. Expresionistas e impresionistas, sus libros buscan las escenas sublimes rodeándolas de toneladas de tedio. Centros memorables sepultados por prosa a menudo mecánica.
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