Pasó el tiempo y después, tras la Liberación, un día me escribió Camus para pedirme permiso para publicar las Hojas de Hipnos, cuyo manuscrito tenía Gallimard desde hacía semanas, en la colección «Espoir». Era la primera vez que oía hablar de esta nueva colección, que Camus apenas empezaba a perfilar escogiendo entre diversas obras. Los términos en que se expresaba Camus en su carta me gustaron y me incitaron a confiarle Hipnos. Había leído algunos de sus artículos en Combat. Me gustaba de ellos el timbre preciso y la honradez. Eso era todo lo que sabía de él.
Me dio cita en Gallimard. Nos
encontramos, y supe entonces que recorreríamos juntos un trecho del camino.
Pasó el tiempo. Aproveché para leer a Camus, para descubrir su voz de hombre y
su mano de escritor. Yo recelo mucho de la novela contemporánea, salvedad hecha
de los relatos de Blanchot; no sé desear
su temática, abrazar sus intrigas, sus trasfondos y recintos. Presenta cuanto
aborda de un modo que contradice sus intenciones.
Camus decidió venir a L’Isle (o
se lo pedí yo) y llegó una mañana. Fui a buscarlo a la estación de Aviñón.
Debió de ser en el otoño de 1946.399 El magnífico entusiasmo del
final de la guerra era aún perceptible, aunque un poco atenuado. El trato entre
quienes se conocieron durante la Resistencia seguía siendo cálido y respondía
al deseo de reencontrarse, quizá solo para volver a verse más que para hablar,
respirar el aire nuevo y esparcir su libertad.
Nos dimos cita en un viejo hotel
de Aviñón que queda cerca de la muralla, el hotel Europe. Resulta que ahí se
alojaban algunos de mis camaradas, a quienes presenté a Camus, quien de
inmediato les hizo sentirse cómodos, gracias a esa manera tan suya de dirigirse
a los demás y escucharlos con jovialidad leve y atenta. No buscaba brillar o captar
la atención. Belleza y bondad de su silencio, en ningún momento alterado ante
el cariz excesivo de las historias que aquellos grandes adultos repetían por
enésima vez, no por vanidad, sino con el deleite que produce la evocación de
sucesos terribles que por fin han quedado en el pasado. Cuando los vivimos no
sabíamos lo terribles que eran, precisamente porque los vivíamos, y ahora que
los contábamos nos sentíamos tan felices de que hubieran pasado que era como si
un rocío los cubriera. Lo terrible nos había sido cotidiano.
Después de comer fuimos a L’Isle.
Ante aquellas montañas que rodean la planicie de L’Isle-sur-la-Sorgue —Luberon,
Alpilles, Ventoux— vi que la mirada de Camus, por el radiante brillo que la
iluminaba, reaccionaba a una tierra y a unos seres como soles gemelos que
prolongaban, con más vegetación y colores y humedad, la tierra de Argelia, de
la que se sentía tan próximo. Fue acogido, recibido, festejado, y mientras lo
observaba, con la inevitable desconfianza que se siente al compartir a un
recién conocido, comprendí que lo que desde el primer momento me había
predispuesto favorablemente ahora adquiría todo su sentido: la simplicidad ora
irónica ora grave, la soltura sin exageración en los gestos, la urbanidad sin
rebuscamiento, la súbita discreción al responder, en el umbral de una confianza
prematura, todo aquello hacía que este hombre nunca se sintiera ajeno a nadie,
un importuno embozado. Extranjero, aquel que se presenta, sin hablar de
primera, a quienes de él no saben nada y desean saber, y que todo lo sabrá sin
querer saber demasiado.
Camus se quedó varios días. Más
adelante alquiló una casa llamada Palerme. Pero este Palerme era el nombre un
poco desfigurado de una gran casa de campo cuyo dueño hacía poco se había
matado en un accidente de automóvil y que su viuda alquilaba. Esta Palerme, en
realidad Palerne, tenía su origen en un duque de Palerne, avecindado en el
Sorgue y residente en L’Isle. El linaje de los Palerne se había extinguido o
disuelto, y como no era fácil pronunciar el nombre, la huidiza «n» fue
sustituida por una «m», más recia y mediterránea. Camus alquiló la casa durante
tres años, durante los cuales tuvimos amplia oportunidad de profundizar y
desarrollar nuestras relaciones. Lejos de anécdotas que nos pintaran como héroes,
no hicimos el menor esfuerzo por seducirnos, por echar campanas al vuelo. Mucho
después, al evocar aquel tiempo, los dos coincidimos en que había sido una
suerte encontrarnos y que acabáramos sintiéndonos tan próximos, gracias a unas
condiciones ideales que hicieron que la lentitud dichosa fuera promesa de
permanencia, y el conocimiento de cada uno avanzara sin que el otro lo notara.
La posteridad del sol nació de la confluencia entre una joven fotógrafa, Henriette Grindat, el
placer cada vez más grande que sentía Camus al recorrer este país, y mis ganas,
tras haber visto las primeras fotos de Grindat, de reunir imágenes, retratos y
paisajes del Vaucluse lo más lejanos a una tarjeta postal o a un documento de
investigación, cuyo involuntario manierismo aleja irremediablemente.
Nuestros ojos, demasiado veloces
y tal vez demasiado acostumbrados, solo saben transmitir de este paisaje su
hinchazón o un ascetismo rebuscado. Los territorios dejan de parecerse en
cuanto, buscando expresar el aspecto mental que nos cautiva, atendemos al
relieve de su piel. Yo quería que Henriette Grindat captase con su lente ese
traspaís que es imagen del nuestro, invisible para los otros, y que fuese capaz
de plasmar lo que intento alcanzar con mi poesía, si se me perdona la osadía:
el pasado velado y el presente donde aflora una turbulencia que sobrevuela y
fecunda una flecha audaz.
Camus estuvo de acuerdo. Las
fotografías le gustaban muchísimo. El proyecto nos halló reunidos, en esa
pendiente por la que se deslizan nuestras definiciones, en la idea de hacer un libro.
Solicitamos ayuda y consejos a
nuestros amigos de la comarca, sobre todo a Marcelle Mathieu, «la errante de
los lugares absolutos». Y unos y otros nos transformamos en sagaces buscadores,
en dorados vagabundos. Henriette Grindat desenredó la madeja natural y aportó
sus propios hallazgos. Hasta que llegó la hora de seleccionar. Como un milagro,
la unidad se había dejado captar y conservar en su continuidad dispersa. Había
imágenes batalladoras, ásperas, impregnadas de tierra rancia, junto a otras
buscadas, hijas de los hombres y su mirada perturbadora. Camus se puso a
trabajar. Ya no recuerdo qué fue, pero algo me distrajo de esta guirnalda, y,
cuando tuve delante lo que él había escrito, me pareció inútil añadir nada.
Prometí que escribiría un poema introductorio: «Momento a momento».
Como todo proyecto llevado por
las alas de la dicha, este tardó en completar su destino. Louis Curel —aquí
asoma su bello rostro— nos dejó; Lucien Mathieu, el hijo, y sus hermanos se enfrascaron
en la renovación de la propiedad familiar, y su mirada se volvió menos
soñadora; hubo árboles arrancados y nuevos caminos trazados, los campos se
llenaron y se vaciaron de casas; aquella muchacha se casó y ya no estaba.
Comprendimos entonces hasta qué
punto el tiempo, que nos castiga y nos llena de indiferencia y pesares, es tan
capaz de dejarnos algo como de quitárnoslo. Para compensar, también nos vuelve
transparentes a nuestra mirada y nos da de beber el burbujeo de la leche que a
lo largo de los años ha hervido y nos ha nutrido, y ha saciado misteriosos
anhelos.
Camus ha muerto, pero le gustaría
saber que el hermoso concierto de aquellas estaciones se ha convertido en «el
espejo profundo» que hoy nos ofrece Edwin Engelberts.
Camus, quien PUSO NOMBRE a la
peste, también carga con su maldición. Si el estado de sitio solo fuese una
superstición, una angustia contenida y estridente, el oasis de lo INACCESIBLE,
nos quedaría, con todo, el meteorito, la luminaria que surcó el cielo y nos
rozó el corazón detrás de la ventana.
René Char
Enero de 1965
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Fuente:
Correspondencia 1946-1956 Albert Camus, René Char, Alfabeto.
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