domingo, 27 de octubre de 2019

María Fernanda Ampuero recomienda la novela "Mandíbula" de Mónica Ojeda

Dice Brecht que “el que se ríe no ha escuchado todavía las terribles noticias”, y por eso en la novela Mandíbula, de Mónica Ojeda, nadie se ríe o, al menos, nadie lo hace sin mostrar dientes canallas que brillan de amenazas. Ojeda tiene colmillos en los ojos. No se explica de otro modo una forma de ver el mundo —y escribirlo— tan cargada de intimidación. Los personajes de Mandíbula, larvas violentas de mujeres violentas, tienen una capacidad de espeluznar que radica precisamente en que son humanas y no monstruos (ah, el monstruo humano, señor de las criaturas dañadas y dañinas). 

Ojeda tiene colmillos en las manos. No se explica de otro modo que agarre a dentelladas lo más terrorífico de la poesía: la sugerencia, bruma blanca que esconde todas las perversidades, y lo mezcle con una narrativa que, de Mary Shelley a Lovecraft, pasando por Mariana Enríquez y Stephen King, ya ha demostrado que apuñala donde hay que apuñalar. Lo que se entrevé da más miedo que lo que se ve y las fronteras siempre son más espeluznantes que los centros. Ojeda tiene colmillos en la boca y los usa con brillantez. Roe poco a poco para que no nos demos cuenta de que de la epidermis ya pasó al músculo y ha llegado al hueso, al tuétano del hueso, a lo blando de lo impenetrable: su historia de jovencitas de un colegio de élite haciendo y haciéndose daño en honor al Dios Blanco marca la carne como un mordisco. Ese culto que inventan las niñas, digo, y que termina siendo terror sadomasoquista (secuestro a profesora incluido, guiño a Misery), pasará a la historia de la literatura latinoamericana como una de sus mejores novelas de terror.


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