Debió ser Mónica Fainberg, entonces jefa de prensa de la editorial (Seix Barral), quien unos días más tarde me llamó para explicarme que Kundera venía a Barcelona y preguntarme si le quería entrevistar. Acepté la propuesta, claro. Y una lluviosa tarde de marzo de 1982 me encontré con Kundera en el hotel Colón. Me chocó su parecido con el entonces papa Juan Pablo II. Yo iba decidido a expresar mi admiración al autor de aquellas páginas maravillosas. Cuando acabé El libro de la risa y el olvido estaba atónito ante el magnetismo de una literatura tan culta como clara e irónica. Pero ignoraba que no iba a tratarse de un interlocutor sencillo.
Pocas cosas hay más fáciles en el mundo que hacer hablar a la gente. A casi todo el mundo le gusta explicar sus ideas y sus vivencias. Y cuando se trata de autores o actores o creadores de cualquier tipo en gira promocional, aún más.
Pero ese no era su caso. Lancé mi primera pregunta y el escritor permaneció callado, mirándome fijamente, mientras el tiempo empezaba a correr. Tic tac, tic tac. Kundera no contestaba. Yo no sabía si es que no entendía mi mal francés o que alguna cosa le había molestado. Tic tac, tic tac.
Balbuceé una segunda pregunta. Sudaba.
Y entonces, y sólo entonces, de forma pausada y elaborada, con brillantez, Kundera arrancó a contestar la primera.
Lo mismo ocurrió con la segunda, con la tercera y con la cuarta. Kundera no se decidía a responder, hasta que yo, desesperado, pasaba a otro tema. No desplegaba la charla automática del escritor en promoción. ¡Kundera realmente meditaba sus respuestas!
Finalmente todo lo que dijo estuvo muy bien y el texto quedó redondo. Varios años más tarde me contaron que el autor checo, cuando ya se hizo muy famoso, decidió negarse a conceder más entrevistas. Visto lo que parecía sufrir con ellas, no me extrañó.
---
Fuente:
No hay comentarios:
Publicar un comentario