Otros recuerdos son más
amables. Conversábamos los tres: Carpentier, Manuel Scorza y yo— sobre la
injusticia, generalmente admitida, en el caso de las entrevistas. (Tengo, casi,
la certeza de que esa conversación surgió a propósito de El olor de la guayaba,
libro de García Márquez firmado por Plinio Apuleyo Mendoza). Estábamos de acuerdo
en que el trabajo del periodista se limita a concebir cinco, diez o veinte
preguntas, según, y quien desarrolla las respuestas es el entrevistado. Y
mientras que preguntar es impune, responder supone adquirir o declarar un compromiso,
firmado con alguien o con algo. Y no solo el mérito, sino también el dinero por
concepto de derechos o de regalías, lo recibe el que averigua.
Hay además, en la mayor parte
de los casos, la cuestión del tiempo empleado en preguntar comparado con las horas
o días que exigen las respuestas, más aún si veníamos negándonos a conceder
entrevistas grabadas, salvo en casos excepcionales, y las escribíamos: “De paso
uno corrige las faltas de ortografía del periodista”, dijo Manuel.
Alejo recordaba,
además, la carta que suele acompañar al interrogatorio. en la que el remitente “quisiera
que me envíe sus libros, si es posible con una dedicatoria, para un estudio
exhaustivo de su obra”. Por eso añadió Scorza, desde hacía un año pedía mil
dólares por entrevista. Le pregunté cuántas había concedido en un año. “Ni una”.
contestó riendo.
Obras (in)completas. Jorge Enrique Adoum. Volumen 4: testimonio. Página 147
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