jueves, 2 de abril de 2020

Un virus demasiado humano, de Jean-Luc Nancy

17 DE MARZO 2020
Invité, Jean-Luc Nancy : Un trop humain virus (A Much Too Human Virus - English subtitles)

" Como se ha dicho a menudo, desde 1945 Europa ha exportado sus guerras. Al estar destrozada, ya no podía hacer otra cosa que expandir su desunión a través de sus antiguas colonias y según sus alianzas y tensiones con los nuevos polos del mundo. Entre estos polos, Europa no era ya más que un recuerdo, a pesar de que fingía tener un porvenir. Es un hecho que Europa importa. No sólo mercancías, como lo hace desde tiempo atrás, sino primero poblaciones, lo que tampoco es nuevo pero se convierte en apremiante o desbordante al ritmo de los conflictos exportados y de los problemas climáticos (los cuales han nacido en la misma Europa). Ahora se trata de importar una epidemia viral. ¿Qué quiere eso decir? No es sólo el hecho de una propagación: ésta tiene sus vectores y sus trayectorias. Europa no es el centro del mundo ni mucho menos, pero se esfuerza en jugar su viejo papel de modelo o de ejemplo. En otros lugares puede haber atracciones muy fuertes, oportunidades impresionantes. Las hay tradicionales, a veces un poco desgastadas, como en América del Norte, y las hay más nuevas, en Asia, en África (América del sur está aparte, ya que tiene muchos rasgos europeos mezclados con otros). Pero Europa parecía o creía más o menos permanecer deseable, al menos como refugio. El viejo teatro de las ejemplaridades –el derecho, la ciencia, la democracia, el parecer y el bienestar– atrae los deseos incluso si sus objetos están usados, es decir, fuera de uso. Ese teatro queda entonces abierto para los espectadores aunque no sea muy acogedor para aquellos que no tienen los medios de permitirse esos deseos. Nada sorprendente que un virus entre en la sala. Nada sorprendente tampoco que desencadene más confusión que allí donde ha nacido. Porque en China se estaba ya en orden de marcha, se trate de mercados o de enfermedades. En Europa se estaba más bien en desorden: entre las naciones y entre las aspiraciones. De ello ha resultado algo de indecisión, agitación y una difícil adaptación. Enfrente, los Estados Unidos recuperaron inmediatamente su magnífico aislacionismo y su capacidad para tomar decisiones tajantes. Europa siempre se ha buscado a sí misma –buscando también el mundo, descubriéndolo, explorándolo y explotándolo antes de saber de nuevo dónde estaba ella. Mientras que el primer foco de la epidemia parece estar en vías de ser controlado y que muchos países todavía poco tocados se cierran a los europeos y a los chinos, Europa se convierte en el centro de la epidemia. Parece haber acumulado los efectos de los viajes a China (negocios, turismo, estudios), el de los visitantes venidos de China y de otros lugares (negocios, turismo, estudios), el de su incertidumbre general y finalmente el de sus disensiones internas. Estaríamos tentados de caricaturizar la situación así: en Europa es “¡sálvese quien pueda!” y en otros sitios es “¡ya veremos quién gana, virus!”. O incluso: en Europa, las postergaciones, los escepticismos o los espíritus fuertes en el sentido antiguo de la expresión ocupan más sitio que en muchas otras regiones. Es la herencia de la razón raciocinante, libertina y libertaria –es decir, de lo que para nosotros, viejos europeos, representaba la vida misma del espíritu. De ese modo, la repetición inevitable de la expresión “medidas de excepción” hace surgir el fantasma de Carl Schmitt por una suerte de amalgama apresurada. El virus propaga así los discursos de la bravuconada ostentatoria. No ser engañado es previo a evitar el contagio – que es lo mismo que ser engañado dos veces– y tal vez engañado por una angustia mal reprimida. O bien por un pueril sentimiento de impunidad o de bravuconería… Cada uno acude allí (y yo también) con su comentario crítico, dubitativo o interpretativo. Filosofía, psicoanálisis, politología del virus, van a buen ritmo. (Exceptuemos el sabroso poema de Michel Deguy, Coronation, en el sitio de la revista Po&sie). Cada uno discute y disputa porque tenemos una larga costumbre de dificultades, de ignorancias y de indecidibilidades. A escala del mundo, parece que dominan más bien la seguridad, el control y la decisión. Es por lo menos la imagen que uno se puede hacer o que tiende a componerse en el imaginario mundial. El coronavirus como pandemia es en todos los aspectos un producto de la mundialización. Precisa sus rasgos y tendencias, es un libre-cambista activo, luchador y eficaz. Participa en el gran proceso por el cual una cultura se deshace mientras que se afirma lo que es menos una cultura que una mecánica de fuerzas inextricablemente técnicas, económicas, dominadoras y, en su caso, fisiológicas o físicas (pensemos en el petróleo, en el átomo). Es verdad que, al mismo tiempo, el modelo del crecimiento es puesto en cuestión de tal manera que el jefe del Estado francés se siente obligado a tomarlo en consideración. Es posible que estemos en efecto obligados a desplazar nuestros algoritmos –pero nada muestra que ello sea para que aliente otro espíritu. Porque no basta con erradicar un virus. Si el control técnico y político se descubre como su propia finalidad, ésta no hará del mundo más que un campo de fuerzas cada vez más tensas unas contra otras, despojadas de todas las coartadas civilizatorias que habían operado en el pasado. La brutalidad contagiosa del virus se propaga como brutalidad administrativa. Estamos ya ante la necesidad de seleccionar a las personas que hay que atender. (Aún no se dice nada de las ineluctables injusticias económicas y sociales). No hay ahí un cálculo solapado de quién sabe qué maquiavélicos conspiradores. No hay ningún abuso particular por parte de los Estados. No hay más que la ley general de las interconexiones cuyo control está en manos de los poderes tecno-económicos. Las pandemias de otros tiempos podían ser vistas como castigos divinos, lo mismo que la enfermedad en general fue durante mucho tiempo exógena con respecto al cuerpo social. Hoy, la mayoría de las enfermedades son endógenas, producidas por nuestras condiciones de vida, de alimentación y de intoxicación. Lo que era divino se ha convertido en humano –demasiado humano, como dice Nietzsche. La modernidad estuvo durante mucho tiempo bajo el signo de la frase de Pascal –“El hombre pasa infinitamente al hombre”. Pero si pasa “demasiado” –es decir, sin elevarse ya a lo divino pascaliano– entonces no se supera en absoluto. El ser humano se atasca más bien en una humanidad sobrepasada por los acontecimientos y las situaciones que ella ha producido. Ahora bien, el virus testimonia la ausencia de lo divino ya que conocemos su complexión biológica. Descubrimos incluso hasta qué punto el viviente es más complejo y menos comprensible que como lo representamos. También en qué medida el ejercicio del poder político –el de un pueblo, el de una supuesta “comunidad”, por ejemplo, “europea”, o el de regímenes fuertes– es otra forma de complejidad que también es menos comprensible de lo que parece. Comprendemos mejor hasta qué punto el término “biopolítica” es irrisorio en estas condiciones: la vida y la política nos desafían juntas. Nuestro saber científico nos expone a ser tributarios sólo de nuestro propio poder técnico pero no hay tecnicidad pura y simple porque el saber mismo comporta sus incertidumbres (basta leer los estudios que se publican). Si el poder técnico no es unívoco, cuánto menos puede serlo un poder político que se supone que responde tanto a datos objetivos como a expectativas legítimas. Por supuesto, una presunta objetividad debe guiar las decisiones. Si esta objetividad es la del “confinamiento” o del “distanciamiento”, ¿hasta qué grado de autoridad hay que llegar para hacerla respetar? Y por supuesto, en un sentido inverso, ¿dónde comienza la arbitrariedad interesada de un gobierno que quiere –este es sólo un ejemplo entre muchos– preservar los Juegos Olímpicos de los que espera diversos beneficios, una expectativa compartida por muchas empresas y directivos de los que el gobierno es en parte el instrumento? ¿O la de un gobierno que aprovecha la oportunidad para atizar el nacionalismo? La lupa viral aumenta los trazos de nuestras contradicciones y de nuestros límites. Es un principio de realidad que toca a la puerta de los principios del placer. La muerte le acompaña. Ella, que habíamos exportado con las guerras, las hambrunas y las devastaciones; ella, que creíamos confinada en algunos otros virus y en los cánceres (estos últimos en expansión cuasi-viral), ahí está esperándonos a la vuelta de la esquina. ¡Mira!, somos humanos, bípedos implumes dotados de lenguaje pero, con seguridad, ni sobrehumanos ni transhumanos. ¿Demasiado humanos?, o por el contrario, ¿no hay que comprender que no podemos nunca serlo demasiado y que es exactamente eso lo que nos atraviesa (passe) infinitamente?

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