...Ante la inexistencia de un listado de obras contrarias al nacionalsocialismo, los organizadores de las quemas recurrieron a una “lista negra” confeccionada años atrás por un bibliotecario berlinés de veintinueve años llamado Wolfgang Herrmann, quien había listado por iniciativa propia todas aquellas obras de la biblioteca en la que trabajaba que consideraba comunistas y liberales. La lista de Herrmann incluía seis apartados: ficción, que recogía primero setenta y un y luego ciento veintisiete autores y cuatro antologías; historia, cincuenta y un autores y cuatro volúmenes colectivos; arte, ocho obras y cinco monografías; política y ciencias sociales, ciento veintiún autores y cinco anónimos; historia de la literatura, cinco autores; y religión, filosofía y pedagogía, con veintidós autores en total. Aunque su lista fue funcional a los intereses del partido gobernante, Herrmann no pudo obtener ningún beneficio del favor realizado: dos pequeños deslices –la recomendación de un panfleto contra Hitler y una opinión no particularmente positiva sobre Mi lucha– llevaron a que se lo desplazase a Königsberg; más tarde fue llamado a filas y murió en 1945. Para entonces, la lista que había confeccionado se componía de ciento cuarenta y nueve autores y doce mil cuatrocientos títulos que comprendían lo mejor de la literatura en lengua alemana. Buena parte de los autores incluidos en ella estaban prohibidos tanto en el Reich alemán como en Estados Unidos, aunque en ambos sitios por razones diferentes.
En su magnífico Buch der verbotenen Büchern (Libro de los libros prohibidos, 2012), Werner Fuld se asombra de “la rapidez y la radicalidad con la que una nación de cultura [en referencia a Alemania] se despidió de sus valores” con la quema de libros (97; mi traducción). Quizá su asombro sea desproporcionado si se considera la cultura de una nación –y, por supuesto, su literatura– el resultado de los movimientos contradictorios de la creación y de la destrucción, de la preservación y la eliminación, de la civilización y la barbarie. Visto de este modo, no resulta particularmente sorprendente que las hogueras de mayo de 1933 fueran visitadas y alimentadas por miles de alemanes. Allí donde fueron quemados los libros, en la Opernplatz de Berlín, hoy llamada Bebelplatz, existe en la actualidad un monumento del escultor israelí Micha Ullman singularmente discreto y, por ello mismo, conmovedor: a través de una ventana colocada entre los adoquines de la plaza el visitante puede contemplar una biblioteca cuyos estantes permanecen vacíos; es una imagen desoladora del vacío cultural y moral que dejaron en Alemania las hogueras de 1933 y la persecución y el asesinato de los autores alemanes judíos y no judíos. Una placa en el suelo recuerda la famosa frase de Heinrich Heine recogida en su pieza teatral Almansor (1821): “Aquello solo fue un preludio: allí donde se queman libros, se terminan quemando también personas” (Fuld 103; mi traducción).
El libro tachado. Patricio Pron. Turner
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