jueves, 17 de octubre de 2019

Melba Escobar comenta sobre los escritores muertos y las escritoras en la literatura

Hace años fui, como escritora invitada, a una biblioteca de una escuela rural. Ese día una niña al verme dijo, sorprendida, que ella creía que todos los escritores estaban muertos. El comentario me dio risa. Pero luego me asomé a los anaqueles de esa biblioteca, y ya me fue pareciendo menos divertido. Los ‘Grandes escritores de la literatura universal’ que descansaban en las estanterías eran todos hombres, todos muertos.


Sobra decir, no tengo nada en contra de los grandes escritores muertos de la literatura universal –y tampoco de los vivos, aclaro–; al contrario, solo siento admiración por muchos de ellos, y también agradecimiento por su obra. Sin embargo, me conecté con esta chica, a quien le gustaba Calle 13, y se preguntaba por qué no compraban novelas gráficas o novelas de vampiros para llenar esas estanterías donde nada le resultaba cercano. En ese momento entendí que esa había sido la historia de mi vida. Crecí en un colegio de mujeres leyendo a hombres y sintiendo que habíamos sido borradas, si no del mapa, al menos sí de la biblioteca. ¿Pero luego no es una biblioteca una representación del mundo? Un mundo del que no hacíamos parte. Un mundo sin mujeres.

Por eso hoy celebro el Premio Nobel de Literatura otorgado la semana pasada a Olga Tokarczuk, aun cuando no la he leído. Porque ‘La mujer zurda’, de Peter Handke, ya había llegado a mis manos hace un par de décadas; en cambio, de ella no había escuchado nada. Esta anécdota de la niña que creía que todos los escritores estaban muertos la he contado antes y vuelvo a contarla hoy porque me parece representativa del espacio vacío que hemos ocupado las mujeres. El cliché de género suele reservarnos los papeles de mártir, virgen, puta o bruja. Ahora hay que hacernos sitio y darnos el tiempo, hombres y mujeres, de reconocer en las voces femeninas la pluralidad de criaturas, visiones e imaginarios que podemos llegar a representar lejos de los estereotipos acostumbrados.
Crecí leyendo a Kafka, Dostoievski, Vargas Llosa, García Márquez. Por plumas así me enamoré de la literatura. Pero había una omisión: entre todas esas realidades volando estáticas entre mis manos no había representaciones hechas por mujeres.

Crecí sin siquiera notar la omisión (quizá esto es lo peor). Para entonces, como escribió Ursula K. Le Guin en alguna parte, “Las mujeres aún no habían sido inventadas”.

Descubrí a Virginia Woolf cuando estudiaba literatura. Sentí alivio. Solo hasta entonces sentí que también una mujer podía escribir. Desde esa frecuencia vital vibraba otra mirada, una forma de habitar el mundo con la que podía relacionarme de una manera distinta, cercana. Es por eso que ser una mujer que escribe en un mundo contado por hombres es más que un derecho, es un acto político.

La lucha de las mujeres se justifica y se seguirá justificando mientras no hayamos alcanzado la libertad suficiente para nombrarnos a nosotras mismas, en nuestras propias palabras, con nuestra propia voz.

La libertad pasa por imaginar otras vidas posibles. Lo descubrí leyendo a Virginia Woolf, Toni Morrison, Pearl S. Buck, Samanta Schweblin, Elena Ferrante, Clarice Lispector, Siri Hustvedt, entre otras. Ahora solo espero que las nuevas generaciones no tengan que hacerse adultas antes de descubrir la potencia de su propia voz, que puedan verse, imaginarse y escucharse en tantos roles, papeles y modelos como los que yo nunca concebí para mí mientras crecía. Vernos y oírnos representadas por nosotras mismas es una celebración de la pluralidad de la condición humana y de las libertades individuales.

Hoy hago un brindis por Olga Tokarczuk, a quien espero tener pronto en un espacio especial de la biblioteca que tengo reservado nada más que para las escritoras vivas. Salud. Y que vengan muchas más a acompañarla en los años por venir.

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