miércoles, 18 de septiembre de 2019

La herencia de Toni Morrison para Zadie Smith


Leí las primeras novelas de Toni Morrison muy joven, probablemente un poco demasiado joven, cuando tenía alrededor de 10 años. No siempre podía seguir sus experimentos lingüísticos o la densidad de sus expresiones metafóricas, pero a esa edad lo que importaba incluso más que su escritura era el hecho de sí misma. Sus libros inundaban las estanterías de nuestro salón y aparecían en múltiples ejemplares, como si mi madre estuviera intentando asegurarse de que Morrison había llegado para quedarse... En las estanterías de mi madre sí que había “escritoras negras” y “Toni” era la primera entre ellas, pero ninguno de esos seres se mencionó jamás en ninguna de las clases a las que asistí y no puedo recordar haber visto nunca a ninguna en televisión, o en los periódicos, o en ninguna otra parte. Por eso, leer Ojos azules, Sula, La canción de Salomón y La isla de los caballeros por primera vez fue algo más que una experiencia estética o psicológica; fue algo existencial. Como muchas chicas negras de mi generación, le di a Morrison, como persona individual, una función imposible. Quería ver su nombre en el lomo de un libro y sentir la misma presunción lánguida y la misma seguridad arrogante de relación familiar, de potencial heredado, que sentía cualquier chico anglosajón en el colegio —independientemente de lo poco cultivado o lo indiferente que fuera hacia la literatura— cada vez que oía el nombre de William Shakespeare, por ejemplo, o de John Keats.

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Diario El País.

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