Leí las primeras novelas de Toni Morrison muy joven, probablemente un poco demasiado joven, cuando tenía alrededor de 10 años. No siempre podía seguir sus experimentos lingüísticos o la densidad de sus expresiones metafóricas, pero a esa edad lo que importaba incluso más que su escritura era el hecho de sí misma. Sus libros inundaban las estanterías de nuestro salón y aparecían en múltiples ejemplares, como si mi madre estuviera intentando asegurarse de que Morrison había llegado para quedarse... En las estanterías de mi madre sí que había “escritoras negras” y “Toni” era la primera entre ellas, pero ninguno de esos seres se mencionó jamás en ninguna de las clases a las que asistí y no puedo recordar haber visto nunca a ninguna en televisión, o en los periódicos, o en ninguna otra parte. Por eso, leer Ojos azules, Sula, La canción de Salomón y La isla de los caballeros por primera vez fue algo más que una experiencia estética o psicológica; fue algo existencial. Como muchas chicas negras de mi generación, le di a Morrison, como persona individual, una función imposible. Quería ver su nombre en el lomo de un libro y sentir la misma presunción lánguida y la misma seguridad arrogante de relación familiar, de potencial heredado, que sentía cualquier chico anglosajón en el colegio —independientemente de lo poco cultivado o lo indiferente que fuera hacia la literatura— cada vez que oía el nombre de William Shakespeare, por ejemplo, o de John Keats.
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Diario El País.
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