¿Cómo no hacerlo?
Por Leila Guerriero
El ensayo La herencia Borges, del argentino Alan Pauls, empieza así: "La literatura argentina actual no tiene escritores borgeanos. Busquen el estilo, el tono, la prosa, el programa narrativo, los temas que hicieron célebre al maestro y no los encontrarán en ningún lado". Y termina con estas líneas: "Si podemos escribir a partir de Borges (...) es porque Borges, en rigor, no nos enseñó a escribir sino a leer; nos enseñó que el que puede pararse ante la literatura como un lector puede escribirlo todo". Esa podría ser una respuesta a la pregunta de si se puede escribir a la sombra de Cortázar, Bioy, Borges, etcétera. Muchos han pensado en torno al tema, de modo que aquí apenas podría decirse, quizás, que una posible respuesta no debería desconocer un dato obvio: que, sin ir más lejos, esos tres escritores fueron contemporáneos entre sí y que, entonces, escribieron a la sombra de los otros y que, así y todo, escribieron (no imagino a ningún escritor argentino diciéndose “Oh, no, ¿qué haré yo, pobre mortal, después de Borges/Cortázar/Bioy?”, ni a uno uruguayo diciéndose “Oh, no, Onetti”, etcétera). Pensaba, también, que una posible respuesta no debería desconocer otro dato obvio: que esos autores están bendecidos por algo que los contemporáneos aún no tienen: la perspectiva del tiempo. Borges no siempre fue Borges, Cortázar no siempre fue —incluso ahora: no siempre es— Cortázar. Pensaba, finalmente, que la mejor respuesta la dio, en la revista Letras Libres, Horacio Castellanos Moya: "¿Cómo escribir después de Borges? ¿Cómo escribir luego de Homero? (...) ¿Cómo escribir luego de Cervantes? ¿Cómo escribir luego de Flaubert? (...) Pues de la misma forma que se ha venido escribiendo a lo largo de los siglos". ¿Se puede escribir en la Argentina a la sombra de esos nombres? Si para escribir se empieza por leer (¿quién quiere escribir si no ha leído?) la respuesta sería, más bien: ¿cómo no hacerlo?
Putativo
Por Martín Caparros
La frase le había quedado bonita: "Lo difícil no es escribir, como decía Günter Grass, después de Auschwitz; lo difícil es escribir después de Borges”, dijo un escritor argentino casi contemporáneo. Creo que se equivocaba: lo difícil fue escribir después de Cortázar. Borges hizo de su literatura un mejillón: cerró casi todo lo que llegó a tocar. Sus textos no planteaban, para el neófito entusiasta, más problemas que el de reconocer que había llevado su escritura a una vía muerta. Imitar a Borges era una tontería: cualquier párrafo con espejos o laberintos que fatigara una página de arena olía tan fuerte a tigre mal soñado. Otra opción, más fecunda, era retomar pautas borgianas generales: cuando Ricardo Piglia hace en Respiración artificial una cruza de relato y ensayo está recuperando una de sus operaciones más clásicas. Que resulta también muy acotada. En cambio, Cortázar ofrecía algo mucho más tentador: un ritmo, una respiración, una forma posible de acumular palabras —además de un mundo de culturas pop coquetas hecho de jazz, París, Guevaras sobrehumanos, ocultismos varios—. Pero lo básico era la música de su prosa, y esa música impregnó la de tantos argentinos que empezaron a escribir en los 60 y 70. Por eso, después, el rechazo: había que sacudirse esa pátina demasiado visible, que cortarse la lengua paterna. Pero eso pasó hace décadas, y hay muertos que enterraron a esos muertos. Hoy lo más notable de la literatura argentina es que ya no muestra influencias fuertes del uno o del otro: aquellos padres, más que muertos, se volvieron presuntos, putativos. Tanto que su lección más decisiva —que nuestro lugar en el extrarradio del mundo nos permitía hablar de cualquier cosa, del mundo— ya no cursa. La narrativa argentina más reciente abandonó el cosmopolitismo de los putativos para encerrarse más y más en su provincia: se latinoamericanizó. Ni el uno ni el otro, imagino, entenderían.
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